Las elecciones argentinas han resucitado algunos viejos debates y propuestas de teoría monetaria. Uno de ellos es el de la dolarización de la economía; el otro, imponer a los bancos la obligación de mantener reservas por el 100 por 100 de sus depósitos a la vista y de otros pasivos susceptibles de ser exigidos de manera inmediata. De esta forma, si todos los depositantes quisiesen retirarlos de repente, los bancos podrían hacer frente a esa demanda. Ello no se aplica a los pasivos a plazo. Esto son contratos en los cuales los clientes permiten a las entidades bancarias no ya custodiar su dinero, sino prestárselo a terceros. Esto contrasta con los dominantes sistemas de reserva fraccionada donde las reservas cubren sólo una parte de los depósitos.
La reserva del 100 por 100 no es una novedad. Tiene una larga historia y una tradición intelectual transversal. La primera remonta sus orígenes a la antigua Mesopotamia; la segunda abarca, entre otros, a Aristóteles, a Tomás de Aquino, a los Escolásticos de la Escuela de Salamanca, a Hume, a Ricardo, a economistas liberales como Fisher, Mises, Friedman, Hayek o keynesianos como Tobin o Minsky. Tampoco existe un solo plan para introducir ese modelo, que presenta variedades: el Plan Chicago elaborado por los economistas de esa escuela a raíz de la Gran Depresión; la propuesta de la moneda depositada de Tobin; la Banca Estrecha, etc.
En los modelos de reserva fraccionada, los bancos nunca tienen la cantidad suficiente de efectivo si los clientes deciden retirar sus depósitos de forma masiva. Por añadidura, la experiencia enseña que, cuando una entidad crediticia quiebra por no poder honrar sus obligaciones, el peligro de que los clientes de otras instituciones acudan a las ventanillas de sus bancos para recuperar sus fondos se disparan. El pánico provoca un efecto dominó y esa es la madre de todas las crisis bancarias.
Un sistema de reserva 100 por 100 reforzaría la solvencia de las entidades crediticias, impediría o haría disminuir de manera sustancial la posibilidad de las denominadas corridas bancarias, incrementaría la estabilidad financiera, permitiría a los bancos concentrarse en sus funciones crediticias básicas sin preocuparse por las inestabilidades que se originan en el lado de los pasivos de su balance. Además reduciría el riesgo moral generado por los fondos de garantía de los depósitos existentes en la mayoría de los sistemas bancarios que, a menudo, han creado incentivos para realizar una política crediticia y de gestión de riesgos no siempre prudente.
La reserva del 100 por 100 no es una novedad. Tiene una larga historia y una tradición intelectual transversal. Se suele sostener que es mejor para el crecimiento, pero depende de varios factores
Por otra parte, la reserva del 100 por 100 permite un mejor control de una de las mayores fuentes de fluctuaciones cíclicas en la economía: los súbitos incrementos y contracciones del crédito bancario. Estos no responden siempre ni en muchas ocasiones a cambios en los fundamentales de la economía real, pero inducen mutaciones en ellos. Los auges y las caídas de la oferta crediticia se traducen en un exceso o una escasez instantánea de dinero que afecta de modo inexorable al consumo y a la inversión y, en consecuencia, a la demanda agregada. Pero ahí no termina la historia.
En el largo plazo, el sistema que se describe es positivo para el crecimiento de la economía por tres razones básicas. Una, la reforma bancaria conduce a una reducción de los tipos reales de interés, dado que los niveles más bajos de deuda neta llevan a los inversores a exigir primas de riesgo menores sobre los bonos gubernamentales y privadas. Dos, bajan los costes de monitorización porque ya no es necesario asignar una parte significativa de recursos a controlar préstamos cuyo único propósito era crear una oferta monetaria adecuada que pueda producirse fácilmente libre de deudas. Por último, es más fácil mantener a raya la inflación porque el banco central tiene un mayor y mejor control sobre los agregados monetarios.
Se suele sostener que el sistema de banca de reserva fraccionaria es mejor para el crecimiento. Sin embargo, éste depende de la cantidad disponible de factores de producción y de la habilidad con la que se combinan. Es evidente que imprimir más títulos monetarios (préstamos) no aumenta el volumen de factores necesarios para la producción ni mejora la capacidad empresarial. De ello se deduce que, en el mejor de los casos, los bancos de reserva fraccionaria sitúan a la economía en una senda de crecimiento diferente, pero no incrementa ni puede incrementar el tamaño total de la “tarta”.
También es erróneo afirmar o, mejor, suponer que el sistema de banca fraccionada está en mejores condiciones para ajustar la oferta de dinero en respuesta a cambios en la demanda de saldos monetarios. Ese argumento no apoya esa hipótesis. Si alguien tiene mayor demanda de dinero, eso significa que el comprador está dispuesto a pagar un mayor precio por él y/o el vendedor a exigir una más elevado. En ambos casos la oferta y la demanda se equilibran. Y lo mismo ocurre si se produce un descenso de la demanda de dinero. Este se ajusta constantemente a las condiciones del mercado. Y la banca de reserva fraccionaria no puede cambiar eso.