La deuda se ha convertido en el método de financiación más extendido, normalizado y deseado de la historia. No es nuevo, desde luego. Pero sí ha cambiado la mirada de propios y extraños hacia el fenómeno de estar endeudado. También depende de quién sea el sujeto que se endeuda.
Si es un individuo, se dice que está “entrampado”, que vive de prestado. No está bien visto ser una persona ahogado por las deudas. Pero casi todos tenemos una o varias tarjetas de crédito de las que tiramos casi sin mirar. Una hipoteca es una deuda. La idea de que comprarse una casa con un crédito hipotecario te hace propietario de la misma no es exacta. Compras la casa pero no es tuya hasta que no te deshaces de la deuda.
Siempre me ha llamado la atención la frase como “Ya sólo me quedan cinco años para pagar la hipoteca de mi casa”. Si no la has pagado, no es tuya. Tienes un título de propiedad y puedes venderla o dejarla en herencia, pero lo haces con una carga, la deuda que te queda por resolver con el banco. Y ese banco tiene derechos sobre tu casa si no pagas las cuotas. Eres propietario, ma non troppo.
El caso de las empresas es diferente. Desde el desarrollo comercial del siglo XII, era normal pagar a cuenta y extender documentos que acreditaran esa deuda. Era funcional. Pero el sistema reputacional era muy fuerte y el mal pagador quedaba fuera del juego. Cuando aparecen las primitivas sociedades anónimas, las compañías de comercio, la deuda apoyada sobre las expectativas de beneficio vivieron un crecimiento desbordante.
De ahí que el escándalo de la South Sea Company fuera tan mayúsculo que dio lugar a la Bubble Act, que restringía las operaciones de las compañías de comercio en Gran Bretaña. John Stuart Mill en 1848 aún andaba defendiendo la libertad de los empresarios para asociarse eligiendo la forma jurídica que desearan, sin restricciones. Eso nos dice mucho de cuánto dolió la especulación con deuda pública de la compañía.
Tienes un título de propiedad y puedes venderla o dejarla en herencia, pero lo haces con una carga, la deuda que te queda por resolver con el banco
Sin embargo, la industrialización trajo consigo un tipo de empresa industrial que requería una inversión de capital inicial muy alta y cuyo período de retorno era más extenso que el habitual. Eso provocó la evolución de la banca y la aparición de los bancos de inversión y de la banca mixta. La deuda empresarial era lo habitual, pero la reputación y la confianza de los bancos en la empresa servían de freno.
En el siglo XX, la frase del famoso economista Joseph A. Schumpeter, “El empresario cabalga sobre el corcel de sus deudas”, anticipaba una manera de hacer negocios que se iba a afianzar. Las deudas eran un factor de crecimiento de la empresa, si tus expectativas de beneficio eran correctas y si cuidabas que no se produjera descalce de plazos entre los ingresos y los pagos. Y eso se hizo más evidente con la evolución del sistema bancario cuyo negocio es, precisamente, ese, de manera que son ellos los que más deben cuidar esas dos condiciones.
Pero hay un tercer agente económico que tiene una historia de amor con la deuda: los gobiernos. Desde aquellos tiempos en que el patrimonio del soberano y el patrimonio público eran lo mismo hasta nuestros días, las guerras, los favores, las necesidades de la corona, de la república, del emperador, o de la democracia han sido aliviadas con deuda. Primero de banqueros reales, después de bancos privilegiados que han acabado logrando el privilegio máximo y se han convertido en bancos centrales de las naciones.
Hoy son los que, supuestamente, nos defienden de sus propios errores.
Los gobiernos no se endeudan, te endeudan. A ti y a las futuras generaciones. Así que son los que con más ahínco deberían cuidar que las expectativas de ingresar suficiente como para poder devolverla sean adecuadas, y que no haya descalce de plazos.
Además, puesto que no se juegan su propio dinero, y dado que son servidores de los ciudadanos, creo que deberían redoblar las precauciones antes de endeudarse, revisar las razones para hacerlo, y asegurarse de que el dinero tomado a préstamo va a los destinos adecuados.
Las deudas eran un factor de crecimiento de la empresa, si tus expectativas de beneficio eran correctas
Tras la asunción de las premisas keynesianas, cortoplacistas (“A largo plazo todos estaremos muertos”), y heterodoxas (por algo se le conoce como “el enterrador del presupuesto equilibrado”), desde hace unas décadas, los gobiernos se han lanzado a una frenética carrera de deuda pública que no puede llevarnos a buen puerto. El Tratado de Maastricht ha dejado de servir, no ya de freno, sino de referencia.
La situación actual de España, en este sentido, es catastrófica. Estamos en el furgón de cola y no hay ni intención de mejorar. Solamente los intereses de la deuda pública pagados entre el 2000 y el 2022 están en torno al 2,5% del PIB, más de 560.000 millones de euros. ¿Cómo llamaríamos a esa deuda? Para unos es la necesaria para lograr sus objetivos. Para otros es inasumible. Para mí es insostenible. Es la injusticia generacional más escandalosa de las última décadas.
Pero, mientras que aparecen adolescentes como Greta Thunberg a protestar por la insostenibilidad del cambio climático, arrastrando a cientos de miles de personas en el mundo, y con una cobertura de medios sin igual, nadie sale a la calle a reclamar una deuda sostenible para que nuestros hijos y nietos tengan un futuro mejor. Y no solamente eso. No conozco a ningún partido político que lleve como medida estrella reducir la deuda pública o hacerla sostenible.
Sencillamente, no vende. Tampoco los ciudadanos votamos con ese criterio. Nos da igual si se dispara o si los intereses hacen de nosotros un país entrampado y poco fiable. Preferimos votar a quien favorezca la enseñanza de matemáticas afectivas o a quien, en nombre de la convivencia, pero por puro interés partidista y personal, redefine el terrorismo para lograr acuerdos de gobierno. Recordaba Pedro Ruiz en una red social a Jose Plá quien afirmaba que lo importante es el adjetivo. Deuda imposible, deuda criminal, deuda prohibitiva. Elijan.