En treinta y cuatro años dedicado a la enseñanza, es sin duda una de las frases que más repito a mis alumnos, pero eso no me libra de caer en ello yo mismo con suma facilidad: tomar una decisión, de negocio o de otro tipo, pensando que el resto del mercado se parece a ti o a tus amigos.
La universidad en la que trabajo tiene una política de admisiones muy estricta, que deja fuera a buena parte de los alumnos que pretenden estudiar en ella. Además, aunque tiene una sólida política de becas, tiene un precio relativamente elevado, dependiendo siempre de con qué la compares.
Esto hace que, en muchas ocasiones, las discusiones en clase, que son la base fundamental de la metodología de enseñanza, cometan el error de extrapolar al mercado las características del contexto que hay en el aula, que son habitualmente alumnos con una buena experiencia de trabajo, con un poder adquisitivo suficiente como para plantearse financiar nuestros programas, o con la brillantez suficiente como para acceder a una beca que cubra una parte de su coste.
La primera vez que vi que Netflix iba a crear una suscripción con publicidad, me resultó algo prácticamente insultante: ¿quién puede querer, tras la experiencia de disfrutar del acceso a contenidos en streaming sin cortes publicitarios, volver a tenerlos a cambio de un ahorro de unos pocos euros mensuales?
Me molesta la publicidad. Lo sé, hay publicidad buena, y cuando hace muchos años, mis profesores me llevaban a clase, por ejemplo, los anuncios premiados en Cannes, me lo pasaba muy bien viéndolos. Sin embargo, disfrutar, lo que es disfrutar, únicamente lo haces las pocas primeras veces que ves el anuncio, que termina siempre volviéndose una cruz.
La publicidad en plataformas streaming
El formato de la publicidad, con sus repeticiones constantes, sus “genios” que opinan que “si no molesta no vende” (si conociese a los creativos de determinados anuncios, creo que disfrutaría matándolos lentamente con mis propias manos) y sus interrupciones que parecen hechas por un mono que aprieta un botón, me resulta profundamente molesto.
Cada vez que Amazon Prime me “regala” una de sus interrupciones publicitarias, tras haberme acostumbrado durante años a no tenerlas, me pongo a bajar santos del cielo. Y no, no pago más para evitarlas, porque me siento literalmente objeto de chantaje.
Por tanto, cuando Netflix se lanzó a ofrecer una suscripción con anuncios, predije que se la pegaría. Brillante analista: durante el primer trimestre de 2024, nada menos que un 56% de los nuevos suscriptores captados por la compañía eligieron la opción más barata financiada con publicidad. Si la decisión hubiera dependido de mí, no la habría lanzado, y habría perdido un dineral en lucro cesante. Seguramente por eso soy profesor y no directivo.
Podemos argumentar que, en el caso de Netflix, hablamos de una compañía que ya tenía una penetración en el mercado bastante elevada, y que, por tanto, los usuarios potenciales que no se habían suscrito no lo habían hecho no porque no lo conociesen o no les apeteciese, sino porque lo consideraban caro.
Y curiosamente, la consideración de caro puede alterarse si, de la noche a la mañana, te ofrecen una suscripción, aunque sea levemente más barata, aunque sea a cambio de una publicidad a la que además, si no veías habitualmente contenidos en streaming, ya estabas completamente acostumbrado.
Para alguien que vive de analizar las tendencias tecnológicas, pensar que el resto del mundo se parece a ti es un error potencialmente muy peligroso, y de ahí que suela dedicar buena parte de mis pensamientos a evitarlo. Pero aun así, en el caso de Netflix, se me escapó. ¿Por qué?
En el fondo, hablamos de una compañía que me pareció absolutamente genial durante bastantes años, pero que tras la “retirada” de su fundador, Reed Hastings, ha comenzado a fichar directivos con experiencia en televisión tradicional o incluso en el prácticamente extinto negocio de los videoclubes. Ese “parecerse cada vez más a su entorno” es conocido por los académicos dedicados a la innovación como “isomorfismo”, y el caso de Netflix es auténticamente de libro.
Y así, si ves que una compañía que admirabas se va transformando cada vez más en una mala copia de sí misma y pareciéndose progresivamente a otras muchas cuya estrategia prácticamente desprecias, añades tus sesgos personales al cabreo que te genera, y no piensas con claridad.
Crees que todo el mercado se parece a ti, que llegas a renunciar a ver una película si sabes que te la van a cortar con anuncios… y te equivocas. Porque el mercado es muy grande, y tiene de todo. Incluidos muchos, muchísimos, que prefieren ahorrarse un dinerillo a cambio de ver anuncios.
Cuando pienses en los productos y servicios de tu compañía, plantéate si hay segmentos de mercado a los que no estás llegando porque cometes el error de pensar que todo el mercado es como tú, o como los clientes que tienes actualmente. Es posible que no sea así, y que te estés perdiendo un negocio potencialmente sustancioso. O que simplemente decidas, como hacen algunas compañías muy conocidas, que tu producto o servicio no es para todos ni quiere serlo. Que posiblemente, si lo haces correctamente, tampoco sea una mala aproximación.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.