Del viejo aforismo que afirmaba que la inmensa mayoría de la innovación tenía lugar en los Estados Unidos, para posteriormente ser imitada y copiada hasta la extenuación en China ya queda relativamente poco.
De aquel “Made in China” que identificaba a productos muy baratos, muchas veces falsificados y siempre de baja calidad, hemos pasado a un gigante asiático cada vez más puntero en tecnología e ingeniería, y fundamentalmente, en todo lo que tiene que ver con las tecnologías de última generación, desde la descarbonización y la energía, hasta la inteligencia artificial.
De hecho, muchos identifican la actual guerra comercial de los Estados Unidos contra China como un último intento de asfixiar a ese país privándola de lo poco que aún no fabrica por su cuenta, concretamente los microprocesadores más sofisticados. Pero la realidad es que esa estrategia defensiva es muy cortoplacista, típica de un mundo anticuado que aún pretende que las fronteras pueden proteger (o significar) algo, y además, se ha convertido en un incentivo para que China llegue antes a su meta.
La que no ha cambiado, sin duda, es Europa. Un continente que pretende hacer de la regulación su ventaja competitiva, sin entender que el hecho de regular no te proporciona prácticamente ninguna ventaja más allá de pretender cobrar multas a las empresas extranjeras que quieren comercializar sus productos y servicios en tu territorio.
Y además, en el colmo de la paradoja, el regulador multa precisamente a las compañías cuyos productos y servicios alcanzan una cuota de mercado más elevada, es decir, a los más exitosos y a los que, por tanto, sus ciudadanos más aprecian.
El regulador multa precisamente a las compañías cuyos productos y servicios alcanzan una cuota de mercado más elevada
Por el momento, la estrategia ha funcionado razonablemente, y la razón es fácil de entender: además de ser un mercado muy heterogéneo pero muy grande, con veintisiete estados miembros y más de 450 millones de ciudadanos, resulta que esos ciudadanos en general tienen una renta media superior a la de muchos otros territorios comparables en tamaño, y son por tanto un objetivo muy interesante. Suficiente, al menos, como para que las compañías de otros países acepten, aunque sea a regañadientes, las obligaciones y multas puntuales que les impone el regulador correspondiente. Es, básicamente, el precio que hay que pagar por hacer negocios en Europa.
Es muy importante entender que la regulación que propone la Unión Europea no es necesariamente mala, y de hecho, suele terminar por estandarizarse de manera más o menos similar en el resto del mundo. En realidad, se trata de lo que deriva de las fuentes del derecho continental, del derecho romano y del napoleónico francés, que pretende proteger al ciudadano y sus derechos por encima de todo, aunque ello suponga más limitaciones para las empresas a la hora de comercializar sus productos y servicios.
Ahora bien… ¿qué ocurre si esas compañías que generalmente aceptaban la regulación europea como un precio a pagar, ante unos mercados que cada vez cambian más rápidamente, deciden convertir a Europa en un mercado secundario? Secundario no como para dejar de vender sus productos y servicios en él, sino a la hora de ofrecer en ese mercado sus versiones más recientes.
Si el regulador europeo es especialmente limitado a la hora de analizar un producto o servicio con prestaciones novedosas, y tiende a ver posibles vulneraciones de derechos en todo, ¿cuál es una posible solución? Hasta ahora, simplemente lanzar, y pagar las multas correspondientes. Pero cada vez más, la solución es lanzar en el resto del mundo, saltarse Europa, y mantener ahí versiones más antiguas, sin ningún tipo de novedad, hasta que ya hayan sido convenientemente probadas en otros mercados.
¿Consecuencias? Si conduces un Tesla en los Estados Unidos, su Full Self Driving puede llevarte de un sitio a otro sin que toques el volante ni los pedales. Pero en Europa, aunque hayas pagado por esa prestación, olvídate: el regulador te obliga a hacer fuerza sobre el volante cada pocos minutos, impide que el vehículo pueda tomar decisiones por su cuenta y hasta te quita prestaciones que habías tenido anteriormente. Todo ello a pesar de que la seguridad de esas prestaciones está más que comprobada, que son infinitamente más seguras que la conducción manual, y que hay base estadística que lo demuestra perfectamente. Si eres europeo, por no decir otra cosa, fastídiate. No te queda otra.
La solución es lanzar en el resto del mundo, saltarse Europa, y mantener ahí versiones más antiguas, sin ningún tipo de novedad
Con Apple, nos disponemos a ver los mismos: las prestaciones de inteligencia artificial incorporadas a iOS 18 no estarán disponibles en el mercado europeo, que podrá adquirir los smartphones cuando sean lanzados o actualizar los que así lo permitan, pero carecerá de la posibilidad de utilizar esas funcionalidades. Básicamente, tendremos productos “capados”, porque nuestro regulador pretende protegernos hasta tal punto, que a la compañía no le compensa ofrecernos los de verdad — no sea que nos hagamos daño.
¿Estamos dispuestos, como ciudadanos, a aceptar que nuestro regulador nos trate como a idiotas que no pueden disfrutar de un producto o servicio porque no sabemos proteger nuestros derechos? Cierta protección puede parecerme razonable, sobre todo conociendo el nivel de excesos de algunas compañías, pero ¿hasta el punto de disuadirlas y que decidan no lanzar sus productos en Europa?
La pregunta fundamental es: ¿está dispuesto el mercado más formado, mejor informado y culturalmente más sofisticado del mundo a convertirse en un mercado tecnológico rezagado, sin acceso a una amplia cartera de productos y servicios atractivos, debido únicamente al exceso de celo de su regulador?
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.