España tiene un ineficaz e ineficiente modelo de organización territorial del Estado. Medio siglo después de aprobarse la Constitución, el Estado de las Autonomías no ha servido para fortalecer el binomio unidad-diversidad, no se ha traducido en avances sustanciales en la convergencia real entre las comunidades más y menos desarrolladas, ha contribuido a aumentar el gasto y los impuestos, así como a acentuar la propensión al déficit-deuda de las Administraciones Públicas.
Esto no es la consecuencia inevitable de la descentralización del Estado, sino de su pésimo diseño y ejecución. Cuando desde algunos sectores de la opinión se la atribuye el ser responsable del aumento del tamaño del Estado, se olvida que los federales competitivos, por ejemplo, Suiza y EEUU son mucho más pequeños que los centralizados por una sencilla razón: el federalismo se concibió como un instrumento de división del poder y de control de su tendencia expansiva. Fue, como escribió Hayek en Los Fundamentos de la Libertad, la gran aportación norteamericana al liberalismo clásico.
Desde esta perspectiva, la reforma del vigente Estado Autonómico es una de las principales asignaturas pendientes para hacer posible un orden político estable, crear un marco de racionalidad presupuestaria, fiscal u regulatoria capaz de impulsar el crecimiento de la economía española y convertirse en una salvaguarda de la libertad individual. Y para ello es preciso revisar y romper con un sistema de corte neofeudal, el existente, al servicio de intereses cortoplacistas y clientelares cuya última expresión ha sido el acuerdo cerrado entre el Gobierno social comunista y ERC.
Sin duda, la transformación del actual esquema de organización territorial del Estado tiene muchas facetas y una estrategia destinada a conseguir ese objetivo ha de contemplar numerosas variables. Ahora bien, como señaló Buchanan en The Power to Tax, una de las esenciales, por no decir la fundamental, ha de ser la introducción de competencia fiscal.
Si los individuos pueden moverse libremente entre jurisdicciones, elegirán su residencia en aquellos lugares en donde maximicen su utilidad atendiendo a dos criterios básicos: su acceso a los bienes y servicios públicos suministrados por las administraciones y los impuestos pagados para financiarlos.
La transformación del actual esquema de organización territorial del Estado tiene muchas facetas y una estrategia destinada a conseguir ese objetivo ha de contemplar numerosas variables
Cuando votan con los pies, revelan sus preferencias y ejercen presión sobre las autoridades para que las satisfagan al menor costo posible. A priori, este proceso permite la detección y corrección de ineficiencias en la prestación de los servicios públicos y obliga a los gobiernos bien a modificar aquellas bien a incurrir en el riesgo de ver huir de su espacio geográfico las fuentes básicas de creación de riqueza y, en última instancia, de perder las elecciones.
Al mismo tiempo, la posibilidad de que los individuos, las empresas o el capital abandonen una determinada jurisdicción-autonomía limita la capacidad de los gobiernos y de las burocracias para explotar a los ciudadanos. Les libera de una potencial situación de cautividad.
Los críticos de esta alternativa sostienen que su aplicación se traduciría en un incremento de las desigualdades de renta y de riqueza entre las regiones. Por eso, como mínimo, debería ser compensada mediante transferencias del Estado-regiones ricas hacia las más pobres. Este enfoque es erróneo y, en gran medida, tramposo.
Por un lado, la armonización tributaria a escala estatal priva a las autonomías con menores niveles de desarrollo de uno de los pocos y más eficaces instrumentos disponibles para hacer aquél posible; por otro, la evidencia empírica muestra que cuanto mayores sean las aportaciones externas recibidas por las regiones más pobres, menores son sus incentivos para acometer los cambios estructurales imprescindibles para desarrollarse.
¿Cuál es el papel del Estado en un sistema de federalismo competitivo? Al margen de sus funciones esenciales destinadas a proteger la vida, la libertad y la propiedad de los individuos, ha de desempeñar dos: primera, garantizar el acceso de todos los ciudadanos a un paquete de servicios básicos con cargo a los tributos estatales.
Quienes quieran ampliarle han de hacerlo subiendo impuestos o recortando otros programas de gasto. Esto implica dotar a las autonomías de la capacidad tributaria precisa para realzar esa tarea. Segundo, asegurar la libre circulación e instalación de bienes, servicios, capitales y personas dentro de las fronteras estatales para preservar la unidad de mercado.
El incremento de la potestad tributaria de las autonomías ha de verse acompañado por un conjunto de insistirás destinadas a fortalecer las instituciones que permiten al federalismo competitivo desplegar sus beneficios. De entrada, los gobiernos regionales han de verse obligadas a cerrar sus presupuestos anuales en equilibrio, salvo es situaciones excepcionales y tipificadas. En paralelo, ha de arrebatarse al Gobierno central la facultad de “salvarlas” de la bancarrota si su irresponsabilidad financiera les lleva a una situación de esa índole. Estas restricciones operan en, por ejemplo EEUU y Suiza, los dos sistemas de federalismo competitivo más eficientes del mundo.
Por último, el federalismo competitivo no es uniformísta. No obliga a todos los estados de la federación a tener los mismos impuestos, el mismo gasto público, las mismas competencias etc etc etc. Ofrece una asimetría voluntaria o a la carta dentro de un marco institucional que asegura un equilibrio razonable entre unidad y diversidad. Es el modelo adecuado y no el vigente en España que es todo menos un sistema racional.