Desde que, en 1908, Henry Ford comenzó a comercializar su Ford Modelo T fabricado en cadena con una ambiciosa estrategia de precio bajo para poner un automóvil en manos de cada norteamericano, se produjeron una serie de importantes cambios en el mundo que convirtieron el automóvil en uno de los objetos de posesión más importantes en nuestra sociedad.
La progresiva ubicuidad del automóvil cambió nuestra forma de vivir, la fisonomía de muchísimas ciudades, y se llevó por delante a muchas personas, bien por los muy abundantes accidentes de tráfico o por culpa de enfermedades respiratorias. La convivencia con el automóvil ha sido sumamente accidentada: ha convertido las ciudades que habían sido diseñadas antes de su llegada en infiernos en los que los peatones disponen de un espacio generalmente muy escaso con respecto al que disfrutan las máquinas, y se ha dedicado a envenenar y convertir en irrespirable nuestro aire.
Y a pesar de todo ello, es una de las posesiones más estimadas por el hombre, que lo utiliza no solo para desplazarse, sino también como símbolo de estatus, de posición social, y defiende su derecho de uso a toda costa. Cualquier restricción al automóvil es interpretada automáticamente por muchos como una agresión, como la pérdida de algún tipo de derecho sagrado, como si necesariamente tuviésemos que tener derecho a desplazarnos de manera absolutamente ineficiente, a dejar nuestro automóvil en cualquier sitio, o a contaminar con él todo lo que nos venga en gana.
Las verdades del barquero en el entorno del automóvil son fundamentalmente tres, y cada una de ellas es susceptible de hacer enfurecer a buena parte de la población hasta el verdadero paroxismo, hasta llegar a jurar no volver a votar al político que las mencione.
La primera es que nadie, absolutamente nadie debería tener derecho a expulsar contaminantes tóxicos sin parar en los lugares por los que pasean y en donde viven otras personas. Sabiendo lo que sabemos sobre los efectos de la contaminación, los automóviles contaminantes no deberían poder circular, deberían ser retirados. Asumir que la transición al automóvil de combustión interna fue un error, y deshacerlo lo antes posible.
Sabiendo lo que sabemos sobre los efectos de la contaminación, los automóviles contaminantes no deberían poder circular, deberían ser retirados
La industria del automóvil sabe lo aberrante que resulta vender vehículos que envenenan a los que conviven con ellos, y por eso es una de las industrias que, como la del tabaco hasta que se lo prohibieron, más invierte en publicidad. Pero la realidad es que los vehículos contaminantes deberían tener una fecha límite establecida en lo antes posible, y no solo eso: además, esa legislación no solo debería referirse a la venta de automóviles nuevos: los que se vendieron antes deberían también ser retirados del parque.
Si esa primera verdad, que le enfurecerá pero sabe que es real como la vida misma, ya le parece radical, vamos con la segunda: la actividad de conducir un automóvil es muy compleja, y las personas la desarrollan especialmente mal. La prueba evidente son los más de 1,35 millones de personas que mueren cada año en accidentes de tráfico, una auténtica barbaridad que hace que hayamos aceptado como perfectamente normal cuando alguien nos dice que otra persona falleció en un accidente.
Como tal actividad peligrosa, la conducción debería automatizarse, y que dejase de ser una actividad desarrollada por humanos. ¿Suena radical? Lo es, sin duda, pero con ello reduciríamos enormemente el número de víctimas, por un lado, y también la densidad de vehículos en circulación, porque los vehículos estarían en uso en todo momento en lugar de utilizarlos únicamente el 3% del tiempo, como hacemos ahora. El vehículo autónomo es cada vez más una tecnología madura, y la adición de cada uno de ellos al parque en circulación mejora el sistema en su conjunto.
Pero si la primera y la segunda verdad le han enfurecido (aunque sepa que son ciertas), la tercera le llevará a la histeria: bajo ningún concepto debería un vehículo estacionar en la vía pública. La vía pública es una propiedad colectiva que nadie debería apropiarse para depositar en ella su automóvil.
Del mismo modo que no puedo bajar de mi casa con una silla de playa y una sombrilla y ponerla en un espacio público, no debería poder ocuparlo durante horas con mi vehículo. Y no, los impuestos no nos dan derecho a estacionar: son, simplemente, una forma que los ayuntamientos tienen de cubrir el desgaste y la rehabilitación de las vías.
La vía pública es una propiedad colectiva que nadie debería apropiarse para depositar en ella su automóvil
¿Le parece radical? Pues no lo he inventado yo. En Japón, únicamente puedes adquirir un vehículo si demuestras que posees un espacio donde aparcarlo en un radio de dos kilómetros de donde vives. La norma, denominada shako shomeisho, (車庫証明書), se combina además con el hecho de que tan solo un 42% de los edificios tienen espacio de aparcamiento para sus residentes, y que el 95% de las calles carecen completamente de espacios de aparcamiento. Y hablamos de un país civilizadísimo, de una potencia en la fabricación de automóviles… que simplemente enfocó la revolución que supuso el automóvil de una manera mucho más respetuosa con las personas.
Podemos pensar lo que queramos, pero la dirección del progreso debe ser esa: eliminar completamente los vehículos contaminantes, acabar con la conducción humana, y erradicar la barbaridad que supone el aparcamiento en superficie. Con eso, nuestras ciudades serían entornos infinitamente más agradables, más bonitas, más amigables, y viviríamos más tiempo porque no envenenarían a sus habitantes.
Esas son las auténticas verdades del barquero del automóvil. Pero claro, es mejor seguir como estamos. Dónde va a parar.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.