Por primera vez en sus ochenta y siete años de historia, uno de los principales fabricantes tradicionales de automóviles en Alemania, el llamado por Hitler el “coche de la gente”, va a verse obligado a cerrar plantas de fabricación en el país.

Los cierres son el resultado de una crisis largamente anunciada, pero que la industria nunca ha querido escuchar. En primer lugar, la compañía está en crisis por las fuertes presiones de los sindicatos, que intentan impedir de manera obviamente infructuosa que la empresa ponga fin a privilegios adquiridos durante décadas, como una garantía de seguridad en el trabajo de treinta años, en la que era la industria más importante del país. 

Pero la crisis laboral es, en este caso, tan solo un indicador. La realidad es que los costes laborales, pero también la estructura de la cuenta de resultados, están haciendo disminuir el margen de la compañía, que ha pasado de un 3.8% el año pasado a un 2.3% este año. Eso son muchísimos millones de euros, en un contexto en el que, además, no se ve final a la crisis. 

Los costes laborales, pero también la estructura de la cuenta de resultados, están haciendo disminuir el margen de la compañía

El posicionamiento de la compañía es claramente inviable en el largo plazo. En primer lugar, los vehículos eléctricos, en los que la compañía tiene un posicionamiento que podríamos calificar de modesto, son mucho más baratos de fabricar que los de combustión interna, pero la empresa no es capaz de consolidar esos supuestos ahorros.

Además, la estructura de cuenta de resultados que determinan esos vehículos eléctricos está tan alejada de la que la compañía alemana —y todos los fabricantes tradicionales de automóviles en general— tienen, que parece casi imposible que logren llevar a cabo esa transición de forma exitosa. 

Los vehículos eléctricos, en primer lugar, no requieren apenas mantenimiento, lo que hace que los concesionarios prácticamente pierdan su sentido. De hecho, tener que repartir el margen de las ventas con unos concesionarios que ya no son necesarios porque no necesitas una infraestructura distribuida por todo un país para llevar a cabo unas reparaciones sumamente infrecuentes es algo que, directamente, no tiene sentido económico. 

Si añadimos a eso el enorme gasto en publicidad que las marcas tradicionales de automóviles tienen que hacer para vender unos automóviles cada vez menos deseados por los usuarios, y sobre todo, para mantener la mentira de que aún les queda algo de futuro, lo que obtenemos es una verdad a voces: las marcas dedicadas a la fabricación de vehículos eléctricos, que tienden a vender mediante canales directos y a invertir el dinero que las tradicionales invierten en publicidad en investigación y desarrollo tienen completamente la sartén por el mango. 

Los vehículos eléctricos no requieren apenas mantenimiento, lo que hace que los concesionarios prácticamente pierdan su sentido.

Además de Tesla, que fue capaz de convertir el automóvil eléctrico en un objeto de deseo, una gran cantidad de marcas chinas bien entrenadas para ser competitivas en su gigantesco mercado pugnan ahora por salir a vender fuera del país, mientras las autoridades europeas y norteamericanas intentan freírlos a aranceles para intentar proteger a su caduca industria. 

Ahora es cuando se ve el desastre de la política: si en vez de sobreproteger a esa industria durante décadas suavizando las políticas medioambientales y prorrogando los plazos para las restricciones a su venta, la hubieran obligado, nunca mejor dicho, a ponerse las pilas y a ser competitiva en la fabricación de vehículos eléctricos, ahora la realidad podría ser distinta. 

Pero como el fortísimo lobby automovilístico fue capaz de protegerse, ahora se encuentra con la dura realidad: tras años haciendo trampas y falseando sus cifras de emisiones con la connivencia de la administración, ahora son los líderes en la fabricación de unos vehículos cada vez menos atractivos, condenados a dejar de venderse en unos pocos años, y en un contexto en el que los combustibles fósiles serán cada vez más caros. 

A medida que crece el parque de vehículos eléctricos en cualquier país, la evidencia se pone de manifiesto: comprar un vehículo de combustión interna es comprar tecnología antigua, tener que hacer frente a revisiones y reparaciones rutinarias, y gastar en combustible lo que otros recargan, por cantidades puramente testimoniales de dinero, en el garaje de su casa. 

La industria del automóvil ahora es líder en la fabricación de unos vehículos cada vez menos atractivos

Para Volkswagen, la realidad está llegando en forma de crisis laboral. Para otras llegará como crisis de mercado, con stocks crecientes a los que cada vez es más difícil dar salida. En China ya están así: Volkswagen, que fue tradicionalmente una de las marcas mas exitosas en el país, está viendo caer muy rápidamente sus ventas, en un contexto en el que la aspiración de todo ciudadano chino es tener un vehículo eléctrico. 

El problema, obviamente, es que la industria del automóvil arrastra muchas cosas más: desde concesionarios a industria auxiliar, pasando por trabajadores, por soportes publicitarios, etc. Y dada la actitud terca y obstinada de la industria, que sigue mirando al vehículo eléctrico como al peor de los males o como a un subproducto y sin ser capaz de fabricar de manera competitiva, lo único evidente es que van a tener lo que se merecen. 

La calidad de un directivo se ve cuando tiene que hacer frente a cambios importantes en su industria. Y en el caso de la industria tradicional del automóvil, deberíamos suspenderlos a prácticamente todos. En el sector del automóvil pintan bastos, y lo que está por venir va a ser cada vez peor. 

Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.