Opinión

Imponer un impuesto a la inmigración

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Armado con esa muy polivalente y versátil hipocresía socialdemócrata tan suya, la que igual permite recibir con flores y banda de música a los inmigrantes ilegales del barco Aquarius que mirar hacia otro lado con impostado despiste cuando se amontonan decenas de cadáveres - sin identificar y acribillados a balazos- al otro lado de la verja de Melilla, el presidente Sánchez ha acudido al Congreso para explicarnos que Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido, Japón, Australia, Canadá y Estados Unidos, entre otros muchos países, andan equivocados, gravemente equivocados. 

Según barrunta el gobernante de país con la mayor tasa de desempleo crónico de la OCDE, recibir oleadas de inmigración masiva de personas procedentes del Tercer Mundo y carentes de la más mínima cualificación académica o profesional, nuestra realidad cotidiana, constituye una fuente de riqueza que, por alguna ignota razón, ninguno de los países vecinos de España da muestras de envidiar. Así las cosas, eso que con generosidad semántica algunos llaman extrema izquierda, Sumar y sus satélites varios, predica una política de fronteras abiertas por exclusivas razones de orden ideológico, todas desligadas de cualquier reflexión económica.

Ellos creen que, primero, Occidente resulta ser el culpable exclusivo de los males sufridos por la humanidad desde, por lo menos, el descubrimiento de América; de ahí que ahora deba pagar por sus pecados pretéritos a los oriundos del mundo subdesarrollado. Pero también creen, segundo, que el universalismo propio del viejo pensamiento anticapitalista, el embalsamado en las páginas de los manuales de historia, constituye una de las escasas señas de identidad que todavía se pueden aferrar para reconocerse como continuadores de aquella difunta tradición revolucionaria. Hasta ahí, la izquierda que se dice radical. 

En sus teóricas antípodas ideológicas, cierta derecha, la doctrinaria que bebe del pensamiento liberal-libertario de matriz anglosajona y protestante, resulta que piensa exactamente lo mismo, si bien por motivos distintos. Frente a la utopía de la fraternidad transnacional de los trabajadores, por encima de los estados y sus fronteras, ella postula el ideal alternativo del libre mercado con su magia prometeica capaz de inundarnos a todos de riqueza; siempre que el poder político de turno, claro, se abstenga de intervenir en nada. Al punto de que Huerta de Soto y Piketty, por mencionar dos de sus referentes, poseen discursos tan similares sobre la cuestión de la inmigración que, en la práctica, resultan intercambiables. 

Bien distinto, sin embargo, resulta el caso del PSOE, organización genuinamente posmoderna cuya única atadura filosófica es la que se deriva del crudo pragmatismo cuyo grado de eficacia miden las encuestas. Razón por la cual resulta difícil adivinar los motivos reales de la postura del Gobierno frente a la cuestión migratoria. Un misterio, ese, cuya explicación más verosímil se la he leído en X (antes Twitter ) a Cristina Losada.

Resulta difícil adivinar los motivos reales de la postura del Gobierno frente a la cuestión migratoria

Y es que ella sostiene que la posición de Sánchez, y por extensión la del PSOE, obedece a que, puesto que el Gobierno se considera impotente para impedir la violación sistemática de nuestras fronteras por parte de los irregulares, quiere convencerse, pero sobre todo convencernos, de que es magnífico que arriben cayucos y pateras sin cesar a las costas españolas.

Freud llamaba racionalización a ese tipo de mecanismos de defensa psicológicos destinados a ocultarse a sí mismo los motivos detrás de algún comportamiento desconcertante. Por lo demás, según la evidencia estadística internacional disponible, dos terceras partes de los inmigrantes que poseen niveles altos de cualificación laboral se han terminado instalando en sólo cuatro países occidentales, los cuatro anglosajones: Australia, Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña. Un sesgo, el de la concentración en muy pocos destinos de la inmigración que aporta genuino valor añadido a los territorios de acogida, que refuerza la dimensión problemática de los flujos transfronterizos de los demandantes de empleo llamados a competir en el mercado con los autóctonos peor retribuidos. 

Porque el mantra oficial de que la inmigración beneficia a todos por igual remite a una obvia falacia. Bien al contrario, resulta fácil identificar a los grupos de trabajadores locales perjudicados por las arribadas masivas de inmigrantes. Sobre ese particular, el que encierra la clave del problema, los economistas del Banco Mundial no se contentaron con seguir lo que les indicaba la simple intuición o los buenos sentimientos humanitarios, al modo del presidente Sánchez, sino que estudiaron, y muy a fondo, las consecuencias del fenómeno en tres “experimentos naturales”.

En concreto, analizaron las derivadas para los grupos de salario más bajo de la repatriación a Francia de los pied noir tras la secesión de Argelia, en 1962; las posteriores a la arribada masiva a Miami de los balseros cubanos, en 1980; y por último, las ocasionadas por el desplazamiento de obreros checos para trabajar en municipios fronterizos pertenecientes a Alemania tras la caída del Muro de Berlín. Muy sintetizada, la conclusión común de esas investigaciones empíricas de “laboratorio” fue que los impactos negativos sobre los segmentos autóctonos de ingresos bajos resultaron ser muy reales e innegables. 

Y de ahí que un organismo tan poco sospechoso de incurrir en posturas radicales o extremistas como es el Banco Mundial haya recomendado a los países miembros imponer un impuesto nacional a la inmigración. Se trataría de compensar a los trabajadores nativos por esas externalidades negativas y, al tiempo, frenar con ello los sentimientos de rechazo hacia los asalariados extranjeros.

En el plano operativo, el Banco Mundial postula un tributo que puede recaer sobre el inmigrante (fijando un precio al permiso de trabajo o vía un recargo en el IRPF) o sobre las empresas que lo contraten. En ambos casos, los inmigrantes estarían realizando una aportación adicional a la financiación de los servicios públicos de la nación de acogida. La propuesta se antoja, como mínimo, digna de ser tomada en consideración. Lástima que ni un solo grupo político español haya dado señales hasta la fecha ni de siquiera haber oído hablar de ella.

*** José García Domínguez es economista.