Una de las enseñanzas que nos dejó Anthony De Jasay en su libro El Estado (1985) es la perfecta descripción de las etapas que llevarían de un Estado que no interfiere en la vida de los ciudadanos, ni para bien ni para mal, hasta un Estado que ha expropiado la mayor parte de los bienes de los ciudadanos y cercenado una gran porción de sus libertades. El trayecto es similar a cocer ranas: si aumentas gradualmente la temperatura, la rana no es consciente de que la estás matando y cuando va a reaccionar es demasiado tarde.

Las etapas que, desde mi punto de vista, son más interesantes se refieren al medio camino, el punto de inflexión. Para entender la genialidad de De Jasay hay que considerar cuál es la lógica del Estado, que no es la búsqueda de la felicidad de nadie, ni el servicio al pueblo. Es, simplemente, la maximización de su función de utilidad, es decir, de su poder. Porque el sentido del Estado es el poder.

Así que en ese camino se libra una batalla en la que una de las partes olvida por el camino que está en plena lucha. Y ahí es cuando pierde. ¿Cómo si no iba el Estado, que es un sistema de instituciones ocupadas por un puñado de personas, a someter a una pueblo entero?

Hay un concepto clave en esta cesión y es la legitimidad, en tanto que implica la obediencia sin que medie uso de la fuerza ni, y aquí está la clave, el consentimiento logrado a base de premios o favores. Esa legitimidad del Estado se logra con el tiempo, es un bien escaso, y requiere rectitud en el obrar por parte de las personas que lideran la institución. Aparte de eso, solamente la coacción o el consentimiento por “seducción” pueden conseguir que e pueblo obedezca los mandatos del Estado.

Para su total autorrealización, es decir, para ejercer el poder todo lo arbitrariamente que sea posible por más tiempo, se puede emprender el camino de la fuerza bruta o el otro, el más largo pero más seguro, porque logras que todo un pueblo te entregue su confianza y renuncie a poder revocar esa cesión. 

Hay un concepto clave en esta cesión y es la legitimidad, en tanto que implica la obediencia sin que medie uso de la fuerza ni, y aquí está la clave, el consentimiento logrado a base de premios o favores

Suena muy exagerado pero no lo es. No hay más que salir a la calle y escuchar a la gente asegurar que “no podemos hacer nada”. Y es verdad. Aunque un partido gane mayoritariamente, puede no gobernar, como sabemos muy bien. Y entonces, el partido perdedor que reúna más socios parlamentarios puede gobernar aunque no tenga el respaldo de la mayoría de los ciudadanos. Y esas son las reglas democráticas que nos han colado y que nosotros hemos aceptado.

Porque, como dice el autor, de “la agenda para aumentar el poder discrecional debe abordar, en primer lugar, el problema de la disminución de la autonomía de la sociedad civil y de su capacidad para negar el consentimiento”, incluida la disminución en la autonomía económica.

Y aquí llegamos al punto álgido. Porque la falta de autonomía económica encadena a la sociedad civil haciéndola dependiente de un Estado que sólo busca maximizar la discrecionalidad de su poder. El Estado se convierte en elemento divisor de la sociedad regalando privilegios y beneficios económicos a una parte de la sociedad frente a los demás. Esto genera enfrentamientos y polarización.

El propio Estado demoniza a unos para ensalzar a otros, los ricos frente a los pobres, los catalanes y vascos frente al resto de los españoles, los del partido en el poder y todos los demás partidos, los suyos y los discrepantes. Y así, van apareciendo cabezas de turco y lanzando bombas de humo que perpetúen el enfrentamiento. Una situación perfecta porque él, el Estado, aparece como árbitro necesario, que mira por todos. 

Una de las estrategias que, sinceramente, nunca pensé que tendría adeptos, es el decrecimiento económico. La historia de que estamos cargándonos el planeta y que crecer económicamente es de egoístas va contra el instinto básico que nos ha hecho llegar hasta aquí y desarrollar civilizaciones, tecnologías o mejoras en la salud. Me refiero a la búsqueda del propio interés, entendiendo como “propio” el mío y el de los míos, sean los míos mi familia, mi clan o mi pueblo. Todos queremos vivir mejor y, sobre todo, que nuestros hijos y nietos tengan más oportunidades para encontrar su camino y vivir bien. 

El Estado se convierte en elemento divisor de la sociedad regalando privilegios y beneficios económicos a una parte de la sociedad frente a los demás

Aceptar el decrecimiento pasa por impedir que las empresas se lucren, que el sistema financiero se desarrolle todo lo que podría. Por supuesto, quienes proponen esa estafa no tienen en mente a Henry David Thoreau, quien habría muerto en su casita de Walden de no haber sido rescatado por sus familiares. Lo que hay detrás de la ideología del decrecimiento es la renuncia al instinto primario para ceder al Estado mi supervivencia.

Es decir, como ya es obvio que el Estado del bienestar es insostenible ahora hay que defender que, en realidad, no necesitamos tanto para vivir. Y, siendo cierto, de lo que se olvidan es de la libertad de elegir con cuánto y cómo quiero vivir y en mi capacidad para encontrar recursos para hacerlo sin depender del Estado. Porque el crecimiento económico basado en la libertad individual conduce a la emancipación del pueblo respecto al Estado. Es muy probable que esa emancipación nunca sea total, por el tipo de sociedad en el que vivimos, y porque este mundo globalizado también tiene sus cosas buenas. 

De todo el libro de Anthony De Jasay, una de las frases que más me han dolido ha sido esta: “La autonomía de acción (del Estado) en el paso de la democracia al totalitarismo no tiene por qué lograrse en un único movimiento ininterrumpido, planificado de antemano. Al menos al principio, se parece más al sonambulismo que al progreso consciente hacia un objetivo claramente percibido”.

Y es en esa etapa en la que estamos: sonámbulos, es decir, en movimiento pero dormidos, hemos entregado el poder de revocar las concesiones que le hemos hecho al Estado, y no sabemos a dónde vamos.