En el convulso panorama social de 2024, el debate sobre el género sigue siendo un tema tan relevante como delicado. Los partidos progresistas, a menudo bajo la bandera del movimiento woke, promueven una narrativa de equidad de género, diversidad e inclusión.
Sin embargo, persisten poderosas paradojas que, en lugar de resolverse, se acentúan con cada avance en la discusión.
Mientras afirmamos querer superar los estereotipos, los medios no dejan de obsesionarse con el vestuario de las mujeres poderosas - incluida Taylor Swift - icono Woke - y los juguetes de los magnates masculinos, caricaturizados por Jeff Bezos, que llegó a plantear, desmontar el Puente de Hef en el puerto de Rotterdam para poder atravesarlo con su super yate.
Todos afirman querer romper con estos arquetipos, pero su eco sigue marcando el pulso de la cultura popular.
En esta narrativa, el ego femenino se ata a la belleza como emblema de realización personal, mientras el masculino se refugia en gadgets que representan poder.
El ego femenino se ata a la belleza como emblema de realización personal, mientras el masculino se refugia en gadgets que representan poder
Nos encontramos ante una sociedad que se jacta de basarse en criterios de neutralidad y de equidad, pero que paradójicamente refuerza estos símbolos.
El corazón de esta paradoja radica en la política de identidad: la felicidad se ha reducido a la expresión de un "yo" meticulosamente diseñado, donde el género y la orientación sexual se han convertido en los pilares de la existencia. Y en el centro de esta dialéctica, la testosterona emerge como un símbolo crucial y a menudo malinterpretado.
Supuestamente, el género ha pasado a ser una construcción flexible, una etiqueta que se puede elegir y moldear a voluntad. Sin embargo, esta libertad de elección que tanto celebramos es, en la mayoría de los casos, una ilusión.
En este entorno de expresividad identitaria histriónica, vemos día a día cómo los hombres se ven crecientemente incentivados a depilarse, como lo han hecho las mujeres desde hace cientos de años; alejando de su imagen cualquier connotación de vello acentuado, símbolo de masculinidad tóxica.
Y, en paralelo, las mujeres que buscan progresar en sus empresas, participan en talleres de liderazgo femenino, en un ambiente coral, entre mujeres que validan un perfil unificado y edulcorado de mujer emancipada, capaz de dar el salto sin producir tensiones excesivas entre sus pares.
En todos sus formatos, este cultivo de identidad elegida es, en realidad, una forma de narcisismo, una fijación con la autoexpresión y la individualidad que distrae de los desafíos de la vida y de los problemas profundos.
Para salir adelante, para progresar en un contexto complejo y cambiante, estamos obligados a reforzar nuestro esfuerzo, y a desarrollar una personalidad robusta, capaz de enfrentar las adversidades.
Forjar nuestro carácter de fondo pasa por enfocarnos en responder a lo que nos sucede de verdad, y no en un hipotético universo; y en llevarlo a cabo en coherencia con nuestros valores profundos.
En la desafiante vida real, la gestión de mi propia imagen identitaria, de mi personaje telúrico, es de escasa importancia. Y para realzar y sostener mi fortaleza, resiliencia y dedicación, la testosterona, puede ser de utilidad.
Porque la testosterona modula conductas que buscan establecer prioridades y jerarquías, dominar en situaciones de competencia y asumir riesgos.
La testosterona modula conductas que buscan establecer prioridades y jerarquías, dominar en situaciones de competencia y asumir riesgos
En el caso de los hombres, la testosterona es a menudo asociada a una masculinidad tóxica, en el ámbito empresarial y político. Estos hombres, criticados en ciertos aforos, son realzados en otros por ser capaces de tomar decisiones arriesgadas y de enfrentarse a la adversidad con determinación, lo que les lleva a ser vistos como líderes naturales.
Basta con mirar las noticias de hoy en Invertia para identificar cómo estos rasgos son celebrados y fotografiados en empresas e instituciones.
Sin embargo, mensaje es confuso: a los hombres se les exige que sean firmes, competitivos y ambiciosos, pero que al mismo tiempo renuncien a los atributos tradicionalmente masculinos que acompañan esas características.
En el caso de las mujeres, la testosterona, que forma parte de su más amplio abanico hormonal; se asocia erróneamente una desnaturalización de su identidad de género, a una traición hacia una sororidad rígida, y que sigue priorizando el no quedarse atrás vs el liderar como persona singular.
El verdadero drama de esta demanda identitaria no radica en la falta de libertad personal que implica, sino en la incapacidad de ver que la hemos encadenado a nuevas expectativas igual de rígidas que las que buscábamos derribar.
Y aquí, ante nuestro fracaso libertario, surge la impotencia general, y se vuelve a detonar la batalla contra la testosterona, esa hormona que se ha convertido en el villano perfecto y reincidente para algunos.
Lo curioso es que, a medida que nos hundimos más en este conformismo identitario, las consecuencias son cada vez más perturbadoras.
¿Cómo es posible que, en nuestra búsqueda de autenticidad y libertad, hayamos construido una prisión de etiquetas?
Las tasas de suicidio juvenil, sobre todo entre varones, aumentan de manera alarmante año a año. Y, según estadísticas del Ministerio de Sanidad, un 40% de los adultos declaran haber consumido antidepresivos y ansiolíticos en algún momento de su vida, y 1 de 4 adultos declaran consumirlos semanalmente en España.
Éstos son indicadores inequívocos de que este modelo de política identitaria no es garante de la salud mental, el bienestar y la autorrealización que promueve, en ninguno de los géneros.
Y que demonizar la testosterona, no es suficiente para explicar estas estadísticas que nos obligan a buscar un cambio de rumbo, derribando, influyendo y logrando resultados tangibles, con toda la fortaleza de nuestro carácter.