Hace ahora un año, cuando un ignoto Javier Milei devino en estrella mediática planetaria tras encarnar al primer anarcocapitalista declarado y militante que había logrado alcanzar la presidencia de un Estado, Argentina ostentaba el dudoso honor de casi liderar el ranking mundial en la liga de la inflación, con una tasa anual que, allá por noviembre de 2023, marcaba el impresionante nivel del 161%.
Únicamente la República Bolivariana de Venezuela, con un sideral 283%, conseguía por aquel entonces que sus precios nacionales corrieran todavía mucho más deprisa que los propios de sus vecinos de continente y de penas.
Transcurridos doce meses de semejante desastre simultáneo, en muchos medios europeos y norteamericanos se celebra, y casi con euforia desatada, el desempeño de Milei en su cruzada personal contra las subidas del nivel general de precios.
Llega al punto de que algunos le tienen a estas horas por un economista de deslumbrante brillantez que incluso podría hacerse merecedor, dados los resultados prácticos de sus modelos, de los más altos galardones internacionales que honran a los mejores en la profesión.
Y es que, en apenas doce meses, ha conseguido que la inflación bajase desde aquel aparatoso 161% hasta el 107% que ahora mismo figura en las tablas estadísticas oficiales.
Sin embargo, nadie pide el Premio Nobel de Economía para ese obtuso conductor de guaguas caraqueñas que responde Nicolás Maduro, quien durante exactamente el mismo periodo temporal, un año, ha aplastado la inflación de Venezuela desde un 283% hasta el 26% que reflejaban los datos correspondientes al pasado mes de octubre.
Si bien los economistas de la oposición antichavista creen que el verdadero IPC anual andaría en torno al 43%; en cualquier caso, un porcentaje igualmente a años luz del de la Argentina.
Nadie pide el Nobel de Economía para Nicolñás Maduro que, en un año, ha rebajado la inflación en Venezuela del 283% al 26%
Algo, ese hito estadístico del muy tosco y verborreico Maduro, que lo único que certifica es que, en la mayor parte de los casos, obtener resultados frente a la inflación apenas requiere de poco más que unas tijeras bien afiladas y un estómago resistente.
Por lo demás, la pretendida originalidad del plan de ajuste que está llevando a cabo Milei (en realidad no tiene nada de nuevo, ni de distinto, ya que se trata de la misma receta ortodoxa y convencional aplicada decenas de veces en el pasado, tanto en la propia Argentina como en otras naciones de la región) hubiera reclamado mucho menos la atención exterior si se estuviera implementando en Bolivia, Perú o Chile. Pero Argentina siempre suscita un interés particular.
Un interés provocado por la pervivencia de ese mito tan legendario como falso, el de su imaginaria riqueza. Y es que Argentina nunca ha sido un país rico; jamás ocurrió tal cosa en el plano de lo real.
Sin embargo, esa ilusión engañosa, la de Argentina potencia, ha logrado imponerse en la falsa memoria de los propios argentinos por encima de la prosaica evidencia histórica de finales del XIX y principios del XX, la que nos remite a un país muy poco poblado que exportaba trigo y carne de vaca a las potencias industrializadas de Europa. Pero vender trigo y carne de vaca no es ser rico.
Vender trigo y carne de vaca no es ser rico
Y mucho menos cuando tu país ya no es un lugar virgen y casi despoblado como entonces, sino que alberga a cerca de cincuenta millones de almas que tienen que comer todos los días.
La verdad fáctica de Argentina, por el contrario, remite a una nación pobre, estructuralmente pobre, igual que tantas otras en Sudamérica, que únicamente posee un sector productivo, uno solo, donde el capitalismo autóctono resulta técnica y económicamente eficiente y, por tanto, puede competir en términos ventajosos dentro de los mercados internacionales.
Ese único sector verdaderamente capitalista de la economía argentina es el de la agricultura de la Pampa húmeda, hoy volcada en la producción de soja para China y otros mercados asiáticos.
El drama nacional de Argentina es que todo lo que no se llame agricultura carece de viabilidad empresarial en entornos abiertos y competitivos.
Todo lo que no sea agricultura, carece de viabilidad empresarial en entornos abiertos y competitivos
Así las cosas, ocurre que la práctica totalidad de la industria local, salvo muy contadas excepciones que se podrían señalar con los dedos de una mano, no resulta sostenible en términos de rentabilidad empresarial sin contar con un enorme y permanente entramado proteccionista a cargo del Estado (ese cuya clave de bóveda radica en la estricta intervención del tipo de cambio del peso frente al dólar), el que le reserva el monopolio de un mercado interno cautivo para volcar su producción doméstica mucho más cara y de mucha menor calidad que la extranjera.
O proteccionismo o desguace. La industria nacional argentina no dispone de ninguna otra salida. Y no se trata, por cierto, de un dilema nuevo. De hecho, el lento pero constante proceso de la decadencia industrial argentina ya empezó a mostrar sus primeros síntomas inequívocos a principios de la década de los años treinta del siglo pasado.
Desde entonces no ha hecho otra cosa que reafirmarse en su senda descendente bajo todo tipo de gobiernos y de políticas económicas. Razón por la cual la política argentina resulta tan extraña y difícil de comprender con ojos europeos.
La causa profunda de esa extrañeza es que el eje de confrontación no opone allí a la izquierda frente a la derecha.
Bien al contrario, la disputa central contrapone a los partidarios de la protección de esa industria nacional mediocre e ineficiente, léase peronismo, frente a los liquidacionistas liberales que consideran inviable a la larga y costosísimo a la corta seguir manteniendo ese entramado improductivo e incapaz de sostenerse por sí mismo en situaciones de competencia real, léase Milei. La verdadera cuestión argentina remite a tal dicotomía esencial, lo demás es humo y ruido.
Y todo sería distinto si la agricultura pampeana, una de las más modernas y tecnificadas del mundo, como ya se ha dicho el único sector económico verdaderamente productivo y rentable del que dispone el país, fuese capaz de crear un número significativo de puestos de trabajo para la población local.
Pero resulta que, a causa de su propia sofisticación tecnológica, apenas necesita emplear a 18.000 personas para obtener una de las mayores cosechas agrícolas del planeta, únicamente a 18.000 personas. Y en la Argentina viven casi 50 millones. He ahí el problema. Porque el problema es y será siempre ese. Milei, por su parte, sólo supone la anécdota.