Si algo caracteriza a nuestro entorno actual es la aparente velocidad con la que se mueve, con la que cambian las cosas. Y el transporte es, sin duda, una de esas cuestiones.
Hasta hace pocos años, el consenso era que un automóvil eléctrico era un producto inferior, no comparable con un buen vehículo de combustión interna. “Coches a pilas”, les decían. En aquella época, los jóvenes aún tenían posters de automóviles potentes en las paredes de sus habitaciones, y mitificaban el rugir de los motores o la estética de determinados modelos. Un vehículo de combustión de gama alta era una conquista social, definía tu posición y tu nivel de éxito, tu estatus.
Todo eso cambió con Tesla. La compañía norteamericana logró situar el vehículo eléctrico como algo aspiracional, deseable tanto por estética como, sobre todo, por experiencia de conducción, infinitamente más divertida que la de unos vehículos de combustión que pasaban a parecer tremendamente lentos de reflejos cuando habías probado un Tesla que se sentía, en comparación, como un auténtico cohete. Además eran caros, lo que contribuía a su característica aspiracional, pero su precio se diluía rápidamente cuando te dabas cuenta de que cargar en casa era ridículamente barato, que no tenías que pasar por una gasolinera más que para lavarlo, y que no tenía ni revisiones, ni prácticamente gastos de mantenimiento.
Un vehículo de combustión de gama alta era una conquista social, definía tu posición y tu nivel de éxito, tu estatus. Todo eso cambió con Tesla.
Pero lo importante de Tesla no fue situarse como líder en ventas de vehículos eléctricos (y en algunos países o a nivel mundial, en líder global con alguno de sus modelos, superando a la mítica Toyota), sino el efecto que provocó en la industria del automóvil tradicional. En muy poco tiempo, todos estaban perdiendo dinero y, con mayor o menor lentitud, empezando a entender que la tecnología del motor de explosión había pasado a ser completamente obsoleta. Había sido superada, y lo único que les quedaba era intentar seguir vendiéndola a los más desinformados, a los más torpes y a los más ignorantes.
El desplazamiento hacia los vehículos híbridos fue una buena prueba de ello. En la mayoría de los países, salvo en España, son considerados simplemente un engendro: más caros, con mucha mayor complejidad y, por tanto, con mayor necesidad de mantenimiento, representan la esencia de una mala idea: vamos a complicar un vehículo basado en tecnología obsoleta añadiéndole un motor eléctrico y una batería ridículamente pequeña. Pero apelar a las costumbres es un buen argumento, así que muchos clientes fueron patéticamente engañados con ese tipo de razonamientos: “con un eléctrico no puedes viajar”, “verás cuando se le estropee la batería y la tengas que cambiar”, o “arden muy fácilmente”…
Pero los años van pasando, y el tiempo es un juez inexorable que quita y da razones. Los que analizaron esos mitos y leyendas para alimentar a desinformados con cierto rigor, adquirieron vehículos eléctricos, cada vez más, y se han encontrado con que solo no tienen ningún problema para viajar, sino que además, su duración, incluyendo la de su batería, supera con mucho la duración del automóvil de combustión medio. Menos piezas, menor complejidad, disipación de calor casi nula, más durabilidad. Lógica obvia, fácil de entender. Salvo para quien no quiere entender nada… Miles de dudosas historias de terror indocumentadas de cuñados que se quedaban sin batería en medio de un viaje o que tenían que pagar “más que el precio del coche” por una batería… que nunca fueron ciertas, pero seguían reafirmando las patéticas creencias de los más ignorantes. Los híbridos son un fracaso, una moda absurda que no durará, y todo aquel que se compre uno terminará, más pronto o más tarde, arrepintiéndose.
Y mientras las marcas tradicionales siguieron sin ser capaces de igualar los gastos de I+D de Tesla y hundiéndose en su competitividad, surgieron las marcas chinas, que llevadas por una brillante estrategia país, se convirtieron en las más competitivas, en el auténtico escaparate del progreso tecnológico. Ahora en España tienes vehículos eléctricos chinos de precio bajo (diez o doce mil euros), con autonomía suficiente para viajar cómodamente, y con menos gastos que un mechero. Pero los pobres ignorantes siguen repitiendo sus argumentos trasnochados, como si fueran algún tipo de mantra, el que repiten para olvidar las veces que se han equivocado.
La solución a la emergencia climática tiene más que ver con el transporte colectivo de calidad y con el transporte como servicio en lugar de como productor
No, la solución a la emergencia climática no es que todos nos compremos un eléctrico. La solución tiene más que ver con el transporte colectivo de calidad y con el transporte como servicio en lugar de como producto, gracias a unos vehículos autónomos que ya están presentes en medio mundo (varias ciudades estadounidenses, muchas ciudades chinas, Singapur y los Emiratos Árabes).
Pero mientras esa situación futura en la que la mayoría de automóviles formarán parte de flotas que estarán en uso todo el tiempo transportando a personas en vehículos adaptados a sus necesidades (quiero trabajar, quiero dormir, quiero ir solo o no me importa ir con otros, etc.), no estaría de más que nos planteásemos que seguir echando humo es no solo tremendamente nocivo para nosotros y para el planeta, sino que además, es absurdamente caro, un verdadero sinsentido económico. Con el mundo, incluida China, habiendo alcanzado ya su máximo de emisiones y ya en camino descendente, los países que se empeñen en no acompañar serán cada vez más penalizados.
Y que ahora, con un Donald Trump en la Casa Blanca empeñado en incrementar la producción de petróleo en su país, lo que viene es la desestabilización de la industria petrolera, con todo lo que ello conlleva. Ante el “America first”, Arabia Saudi romperá la baraja, y será un “sálvese quien pueda” mientras las ventas de eléctricos siguen creciendo y la industria se ahoga. Simplemente, obsolescencia. La tecnología que movía el mundo, los combustibles fósiles, relegada a usos cada vez más marginales, y los que se empeñen en seguir conduciendo chatarra humeante y maloliente, en situación cada vez más insostenible.
Es la dura tragedia de los argumentos desactualizados. Para evitarla, solo hay que informarse y dejar de pensar que todos los que vienen en sentido contrario están locos y yo soy el único que tiene razón. Pero claro, ¿para qué se iban a informar aquellos que estaban seguros de que lo sabían todo? En el pecado, simplemente, tienen la penitencia.