En la conferencia que pronunció el pasado jueves 12 de diciembre en la Fundación Rafael del Pino, el economista Jesús Fernández Villaverde planteaba, entre otros, dos de los problemas más graves a los que se enfrenta la economía española. El primero es la deuda pública. El segundo, la caída demográfica.
Dos cuestiones que, en realidad, están relacionadas y que, sin embargo, reciben un tratamiento muy diferente por parte de la mayoría de los medios de comunicación. Tampoco son contemplados bajo el mismo prisma por parte de gran parte de los ciudadanos.
Mientras que hay una verdadera alarma social ante el problema demográfico, no se percibe la misma actitud cuando se menciona el descomunal volumen de deuda pública de nuestro país.
Nuestros jóvenes son cada vez más reacios a tener hijos. Unos porque es un atentado contra el planeta. Otros porque no quieren perder su estilo de vida adolescente. Otros porque temen trasladarles traumas personales.
Está última razón manifiesta la patologización de las imperfecciones humanas. Como si los traumas no sirvieran también para aprender. Como si los padres tuviéramos tanto poder. Basta con leer los estudios que aseguran que la influencia parental, a partir de una determinada edad es mucho más baja de lo que creemos.
Los otros dos argumentos muestran una juventud que elige muerte a supervivencia de la especie, o que no quiere salirse de su rol de Peter Pan de la historia. Y luego está esa gran mayoría de jóvenes que quieren y no pueden formar una familia con hijos por los salarios bajos, por el problema de la vivienda, por el atasco económico en el que nos encontramos.
Probablemente ya se ha escrito todo lo que se puede escribir acerca de ese cuello de botella que impide que las parejas de jóvenes apenas puedan pagar el alquiler trabajando ambos. ¿Cómo van a plantearse tener hijos?
Nuestros jóvenes son cada vez más reacios a tener hijos
Sea como fuere, no cubrimos la tasa de reemplazo generacional, que está en 2,1 hijos por mujer, desde hace décadas. De mantenerse esta tendencia, la población nacida en España disminuiría notablemente y pasaría a de ser el 80% actual al 61% dentro de 50 años. Y nos preocupa. Entre otras cosas porque la población mayor de 65 años será el 30% de la población el el año 2055 y la población trabajadora que habrá de pagar pensiones y gastos sanitarios de los ancianos del futuro, va menguando paulatinamente.
Nos preocupa que no haya niños, que se vacíen los colegios y las universidades. Muchos economistas ponen su confianza en la inmigración. Eso sí, no es una confianza compartida por todos.
Mientras que Juan Ramón Rallo expresa su esperanza en los inmigrantes trabajadores que llegan cargados de ilusiones en busca de una vida mejor, Jesús Fernández Villaverde, por su parte, considera que solamente deberíamos aceptar a inmigrantes con un grado, como poco.
Es una declaración ciertamente sorprendente, no sólo por la contundencia con la que la expresaba en la conferencia mencionada al principio, sino porque incluso si es cierto que un gran porcentaje de los inmigrantes trabajan en puestos que supone muy poco valor añadido, no está considerando las segundas y terceras generaciones que suelen mejorar su situación, gracias al esfuerzo de los padres y abuelos. Una situación que los españoles emigrados a Alemania y Francia vivimos en nuestras carnes.
Un gran porcentaje de los inmigrantes trabajan en puestos que supone muy poco valor añadido
Por otro lado, el profesor Fernández Villaverde parece confiar en la obtención de un grado universitario, uno cualquiera, como garantía para obtener un puesto de trabajo que aportan un alto valor añadido, o un mayor valor que los menos cualificados.
En un país con graduados llevando un taxi, con un modelo de producción basado en sectores de actividad poco productivos, y con la tasa de desempleo más alta de Europa, no parece que exigir un grado universitario vaya a obtener los resultados esperados por Fernández Villaverde.
¿Qué pasa con la deuda pública? No pasa de un titular que se repite periódicamente. Es un mal que se suele justificar de un modo u otro. Se dice que todos los países tienen mucha deuda; o se presenta como un mal de nuestros días; o incluso, se leen quejas sobre la “demonización de la deuda”.
Es muy preocupante que se difunda entre los ciudadanos la idea de que la deuda genera crecimiento económico y que es un mal necesario, o incluso un bien. Nada más lejos de la realidad.
La deuda que pagamos cada año se limita a los intereses de la deuda cuyo límite va venciendo. Ese dinero podría destinarse a cualquier necesidad mucho más urgente. No es verdad que no se pueden recortar gastos porque todos son necesarios. Para quien está acostumbrado a derrochar con dinero que no es suyo, recortar gasto es difícil porque se pierde la noción de qué es necesario y qué no lo es tanto.
Y mucho más si se presenta al sector privado como inmoral en sí mismo, de manera que la provisión de bienes y servicios al público desde el sector privado se ve censurado, señalado con el dedo y amenazado con subidas de impuestos, como si no estuviera aliviando, por ejemplo, una sanidad y una educación públicas asfixiadas.
Pero resulta que el lastre de la deuda lo van a pagar nuestros nietos y los nietos de nuestros hijos. Es un mal mucho más amenazante y real que el supuesto peligro en el que parece estar el planeta Tierra, aunque le prestemos menos atención.
Los pocos niños que nazcan y los inmigrantes que vengan van a pagar los excesos de quienes gestionan los euros de los ciudadanos de hoy. Está deuda adquirida hoy va a ser un peso muy importante sobre sus hombros.
El lastre de la deuda lo van a pagar nuestros nietos y los nietos de nuestros hijos
No es solamente la demografía lo que falla. No es sólo la deuda. No es sólo la baja productividad o la mala calidad de nuestra gobernanza.
Es el conjunto de todos esos factores y, sobre todo, los incentivos de los gobernantes para usar las instituciones, también las judiciales, y el dinero de los ciudadanos, para mantenerse en el poder lo máximo posible.
En estas circunstancias, y siento mucho decir esto, con las expectativas económicas y políticas, hay muy pocos incentivos para tener hijos en España.