Si Donald Trump cumpliese su palabra y finalmente se animara a invadir Groenlandia marines mediante, tal como insinuó hace unos días, Dinamarca, el Estado miembro de la OTAN desde 1949 que detenta la soberanía sobre ese territorio, quizá apelase a la solidaridad del continente con tal de hacer frente a la incursión, lo que acaso nos empujaría al resto de los europeos a una improvisada declaración de guerra contra los Estados Unidos, epopeya bélica que tal vez no sería demasiado bien digerida por los mercados.
Pero, sonando algo tremendista lo del asalto yankee a Groenlandia, sus consecuencias sobre la economía del planeta no iban a resultar mucho peores que el cumplimiento íntegro por parte del mismo Trump de su programa económico oficial, ese del rearme arancelario extremo frente al resto del mundo con el que acaba de ganar las elecciones domésticas en su país.
No obstante, nosotros, los integrantes de la minoría absoluta que guarda clara constancia en la memoria personal de que Trump ya ejerció durante cuatro años como presidente, poseemos la certeza de que el líder más pacífico de toda la historia de Estados Unidos, el único presidente que no instigó ni financió ninguna conflagración armada durante su estancia al frente de la Casa Blanca, ni va a ordenar a la Sexta Flota que bombardee a los sufridos paisanos groenlandeses ni tampoco forzará que la sangre llegue al río en el asunto de los aranceles.
Al cabo, tratar de adivinar las grandes líneas de lo que va a hacer Trump requiere de una labor tan sencilla como repasar con algún detenimiento lo que ya hizo a lo largo de su primer mandato.
Una tarea, esa de echar un somero vistazo a la hemeroteca, que curaría a más de uno del absurdo brote de histeria apocalíptica que de nuevo ha empezado a expandirse en estas vísperas de su segunda toma de posesión. Decía Mark Twain que la Historia no se repite, pero rima. Y es cierto.
Ni va a ordenar a la Sexta Flota que bombardee a los sufridos paisanos groenlandeses ni tampoco forzará que la sangre llegue al río en el asunto de los aranceles.
Lo más probable será que el proteccionismo desacomplejado de esa nueva derecha norteamericana que encarna Trump, la que busca una alternativa nacionalista a aquel sarampión neoliberal de los ochenta, el mismo que abrió la caja de Pandora de la decadencia americana tras facilitar la incorporación de China a la sala de mandos de la globalización, rime con lo implementado en su etapa anterior.
A ese respecto, Bloomberg, una agencia de información financiera con fuentes muy solventes en el interior del núcleo duro del equipo económico republicano, plantea como el más probable un entramado arancelario que, sin caer en los maximalismos de la retórica mediática trumpista, sí llegue, no obstante, a triplicar el nivel promedio de los actuales impuestos a las importaciones. Un escenario que, según prevé la misma Bloomberg, podría verse consumado en la práctica tan pronto como hacia finales de 2026.
Si ocurriera así, tanto las importaciones como las exportaciones de Estados Unidos en tanto que porcentaje sobre el total mundial caerían desde el 21% actual hasta aproximadamente un 18%, con China como principal víctima y catalizador de esa reducción en doble sentido.
Al cabo, un encogimiento bastante moderado, si bien susceptible de acarrear consecuencias tanto en el empleo como en la inflación, que, no obstante, evitaría los efectos extremos de los aranceles máximos que figuran impresos en el programa electoral de Trump.
Como ejemplo práctico de las previsibles consecuencias inmediatas derivadas de la política arancelaria maga que está por llegar, analistas de la industria automovilística estiman que el efecto sobre el precio final de los cerca de cuatro millones de coches que acceden al mercado de Estados Unidos cada año desde factorías ubicadas en México y Canadá, en promedio, alcanzará unos tres mil dólares de incremento por vehículo.
Así las cosas, tratar de ridiculizar la aparente tosquedad intelectual del neoproteccionismo maga, empeño en el que a estas horas andan enfrascados los publicistas de ese establishment liberal cuyo principal exponente planetario resulta ser el sucesor de Mao Tse Tung y actual primer secretario del Partido Comunista Chino, implica confundir la simple, prosaica y vulgar contabilidad con la ciencia económica.
Trump y su gente pueden parecer estúpidos, sobre todo a ojos de un doctrinario liberal al uso, pero en absoluto resultan serlo.
Porque los miembros del sanedrín que diseña la política económica del inminente Ejecutivo estadounidense andan muy lejos de encarnar a unos lerdos ignorantes desconocedores de las manidas virtudes prometeicas de la filosofía del libre mercado.
Trump y su gente pueden parecer estúpidos, sobre todo a ojos de un doctrinario liberal al uso, pero en absoluto resultan serlo. Lo que nunca logran entender todos esos ortodoxos, siempre tan alarmados ante cualquier mínima desviación "intervencionista", empezando por los consabidos descuadres entre las partidas de los desembolsos y los ingresos estatales, es que gestionar la economía de mercado no remite en última instancia en un problema técnico, de ajustes contables entre la columna del debe y la del haber.
A fin de cuentas, eso lo podría resolver una inteligencia artificial. Pero el problema del capitalismo no es la contabilidad financiera sino la necesidad imperiosa e insoslayable de legitimación social.
El día que cayó la monarquía zarista en Rusia para abrir paso a la pronta toma del poder por los bolcheviques de Lenin, las cuentas públicas del Imperio presentaban un aspecto razonable, con números muy correctos y tranquilizadores. En aquellos libros, sí, todo parecía en orden. Al poco llegó el Gulag.
En el tiempo presente, en este preciso instante histórico, ese abultado fajo de aranceles tan denostado que trae Trump debajo del brazo no es otra cosa que el precio a pagar por la conservación actual y el mantenimiento futuro del consenso colectivo en torno al modelo socioeconómico que representa el capitalismo de libre empresa.
La permanente necesidad de legitimación ideológica y política ante el sujeto de la soberanía por parte de los gestores económicos estatales, he ahí el imperativo que los fundamentalistas de los equilibrios contables y la desregulación absoluta de los mercados jamás se muestran capaces de comprender. Suerte que Trump no es uno de ellos.
*** José García Domínguez es economista.