
Donald Trump, presidente de EEUU, en una comparecencia en la Casa Blanca junto a Masayoshi Son (SoftBank), Larry Ellison (Oracle) y Sam Altman (OpenAI). Reuters
Durante la década de los setenta, coincidiendo con dos crisis económicas internacionales, en 1973 y 1979, se inició un proceso de acumulación financiera que no siempre ha estado asociado al desarrollo de la economía mundial.
El precio del petróleo se multiplicó, lo que provocó estancamiento de los países industrializados, aumento de los niveles de desempleo e incremento de la inflación.
Los gobiernos, para la salida de la crisis, optaron por privilegiar los intereses del capital financiero, y ante el deterioro de las tasas de rentabilidad, se relajaron los marcos regulatorios.
Se sentaron las bases para un proceso de financiarización de la economía, un crecimiento exacerbado de la actividad financiera internacional, que perdía de vista su función original de financiar el ámbito productivo.
El stock de activos financieros mundiales -240 billones de euros- supone el 275% del PIB mundial, al haberse multiplicado por más de cuatro desde 1980.
La globalización y la financiarización de las últimas décadas han generado un contexto volátil, adverso para la inversión, la innovación y el crecimiento.
El proceso es desigual por países, a la cabeza los EEUU donde los activos financieros netos per cápita alcanzan 260.320 euros, mientras que en España, que ocupa el puesto 20 a nivel mundial, suponen 43.690 euros per cápita.
La globalización y la financiarización de las últimas décadas han generado un contexto volátil, adverso para la inversión, la innovación y el crecimiento.
En los Estados Unidos, el crecimiento de la producción industrial y de la productividad se ha frenado, al tiempo que el país perdía su posición de liderazgo en ciertas tecnologías vitales, como la aeroespacial, la energética y la de semiconductores.
Asistimos ahora a una transformación de ese capitalismo financiero hacia el denominado capitalismo tecnológico.
Se trata de un capitalismo digital, también enormemente concentrado, y cuyo objetivo central es maximizar la captura de datos y venderlos.
Amasa beneficios enormes (por eso ha aparecido la nueva categoría de los milmillonarios) y tiene un poder económico enorme, mayor que el de muchos Estados (los europeos y España incluidos).
Trump quiere hacer grande a América de nuevo (MAGA) y su plan pasa por contar con el apoyo de los grandes oligarcas de Silicon Valley.
Este nuevo capitalismo, además de caracterizarse por la enorme concentración monopolística en grandes empresas tecnológicas, está desarrollándose al albur de la corriente desreguladora, que, con la llegada de Trump a la Casa Blanca, se hace aún más evidente.
Desconocemos los posibles efectos que la acumulación monopolística de datos y la posible utilización de desinformaciones pueden tener en las democracias. Tampoco sabemos cuál va a ser la relación de las dinámicas contradictorias entre el capitalismo financiero, eminentemente rentista, y el digital, eminentemente innovador.
El mundo financiero está cambiando. Trump quiere hacer grande a América de nuevo (MAGA) y su plan pasa por contar con el apoyo de los grandes oligarcas de Silicon Valley. El argumento conservador a favor de la reindustrialización necesita que esta nueva forma de capitalismo contribuya a la creación de valor y la productividad.
De momento, los CEO de las grandes tecnológicas tienen un peso preminente en la Administración norteamericana. Trump les ha prometido desregular y reducir la burocracia.
La creación de una nueva "edad de oro" en Estados Unidos, como desea Trump, requerirá un amplio programa de reindustrialización y un papel fuerte del Estado para promover una política industrial fundamentalmente en el ámbito de defensa, esencial para la seguridad nacional.
La historia norteamericana demuestra que, sin la financiación y los programas gubernamentales de la era moderna, no habría Silicon Valley, ni revolución biotecnológica, ni Tesla. Y que esa inversión pública sirva de palanca para reconducir el capital financiero hacia inversiones productivas.
La historia norteamericana demuestra que, sin la financiación y los programas gubernamentales de la era moderna, no habría Silicon Valley.
En el primer mandato de Trump trató de desacoplar las economías estadounidense y china, impulsar la fabricación nacional y potenciar las exportaciones de energía. Su rebaja de impuestos agravó el déficit presupuestario y no consiguió estimular la inversión industrial.
En su segundo mandato, no está claro que Trump repita estos errores, a pesar de haber prometido más recortes fiscales. Y haberse quejado de la Ley CHIPS y de Ciencia, aprobada con apoyo bipartidista durante la administración del presidente Joe Biden, que impulsó la industria de los semiconductores y provocó un aumento sin precedentes de la inversión en empresas estadounidenses.
Todos los nombramientos clave de Trump, en comparación con los de su primer mandato, están más alejados del establishment republicano y apuestan por la necesidad de un papel activo del Estado en el fortalecimiento de la base industrial.
El multimillonario Elon Musk, por su experiencia tanto con Tesla como con SpaceX, entiende mejor que nadie el papel del Gobierno a la hora de impulsar la inversión y la innovación; pero a la vez ahora va a dirigir un programa de recorte del Estado (DOGE).
El nuevo equipo parece tener claro que para competir frente a China tienen que desarrollar, al igual que su principal competidor, política industrial, y aumentar el gasto estadounidense en defensa y tecnología para impulsar a la vez la inversión privada.
Las capacidades de inteligencia artificial de vanguardia son una prioridad máxima de la seguridad nacional. Esto, a su vez, requiere una producción de chips de vanguardia, la infraestructura necesaria para sostener enormes centros de datos y la abundancia de energía para alimentarlos.
Sólo a través del refuerzo del multilateralismo y la regulación se puede hacer frente a estos desafíos, ante el limitado margen de maniobra de los Estados.
La tecnología de defensa de nueva generación, incluida la espacial, también es una prioridad obvia. También lo es la competencia básica en construcción naval.
El pleno desarrollo de los recursos naturales -minerales críticos, petróleo y gas- es otra prioridad para la nueva estrategia económica y la apuesta por el desarrollo de las tecnologías energéticas nuclear y geotérmica, para cubrir la insaciable demanda de los centros de datos.
Otra cuestión es cuáles son las consecuencias del tándem Trump-tecnológicas para el resto del mundo. Qué pasará con el combate mundial de los efectos del cambio climático, el aumento de las desigualdades y la pobreza en el mundo o las crisis sanitarias globales.
Sólo a través del refuerzo del multilateralismo y la regulación se puede hacer frente a estos desafíos, ante el limitado margen de maniobra de los Estados. Veremos los efectos de las primeras decisiones proteccionistas y nacionalistas que ha adoptado la Administración Trump.