Vemos todos los días a través de sus ojos, nuestra imaginación es la suya; pero no conocemos siquiera su nombre. Este reportaje, que empieza como una de esas novelas de misterio tan editadas hoy, no es más que la historia de un pintor olvidado.
El botín carece de suspense: casi todos sus cuadros están en un museo a cuarenta minutos en coche de Madrid. El misterio, en todo caso, es éste: ¿cómo es posible que nadie lo recuerde? ¿Cómo es posible que este lugar, desde donde escribo, no esté inundado de gente todos los fines de semana? Sus visitas rondan los trescientos paseantes mensuales.
Vemos a través de sus ojos porque Ulpiano Checa (1860-1916) se convirtió en el gran traductor visual de las novelas de romanos: Ben-Hur, Espartaco, Quo Vadis. Agarró su pincel y se puso a recrear todos esos carros en movimiento, todos esos cuerpos radicalmente vivos, todas esas miradas febriles. Toda esa épica que todavía hoy nos lleva al cine. Hagan la prueba, busquen en Google: los carteles de las películas de Hollywood son recreaciones de los cuadros de Checa.
Digo más: cogiendo al azar cualquier página de las novelas de Santiago Posteguillo y compañía, podemos intuir los cuadros de Checa. La mayor prueba de su éxito anida en que no sólo hizo el camino de ida, sino también el de vuelta. Los cineastas le copiaron los escenarios, pero los novelistas también. Si primero eran los libros los que inspiraron a Checa, luego fueron los cuadros de Checa los que alumbraron libros.
A mí me ha impresionado mucho aprender esto al poner los pies por primera vez en el museo que lleva su nombre; y que está situado en su localidad natal, Colmenar de Oreja. Lo imaginaba a Checa sentado en un sofá, leyendo; y luego frente a una tela vacía, pintando todo lo que estaba en su cabeza. Cuando hizo lo mismo con la “Caída de Waterloo” –una escena de Los miserables–, los grandes periódicos franceses celebraron: “Victor Hugo ha encontrado en Ulpiano Checa su gran traductor visual”.
El recuerdo sería todavía más injusto si Checa hubiese sido un pintor poco reconocido en vida. Ante la invisibilidad que envuelve hoy su obra, me congratula saber que fue millonario, que los nobles se peleaban por conocerle, que lo reclamaban en Europa y en Latinoamérica. Que fue aparentemente feliz.
He llegado aquí desde Madrid, como digo, en coche: cuarenta minutos. Cuando venía Checa a ver a su familia, tardaba seis horas en diligencia. Fue Ulpiano un crío nacido en una familia, podríamos decir, de clase media. Porque sus padres tenían algunas propiedades, pero tampoco eran lo que hoy llamamos terratenientes o caciques. Sin embargo, poseían el suficiente dinero como para que Ulpiano no tuviera que trabajar en el campo.
Ulpiano era monaguillo. Como los curas todavía daban las misas frente al retablo y dando la espalda al público, aquel chaval se relamía los dedos. Lejos de incubar una gran fe en Dios, lo que hacía era deleitarse con los cuadros que adornaban la parte noble de la iglesia. En casa, dibujaba.
Sus padres, impresionados con su talento, le entregaron los dibujos a don José Ballester, que alternaba Madrid con Colmenar de Oreja por estar casado con una mujer del pueblo. Don José era el propietario de un famoso café de Madrid, el de la Concepción, en el barrio de Malasaña. Se llevó consigo a Ulpiano a la capital cuando éste tenía trece años y le consiguió una plaza en la Escuela de Artes y Oficios.
Nada más entrar al museo uno se encuentra con un retrato enorme de este don José Ballester. Se lo pintó Ulpiano, en agradecimiento, cuando tenía diecinueve años. ¡La madre que me parió! ¡Cómo se puede pintar así con diecinueve! Perdonad el lenguaje, pero este no es el texto de un crítico, sino el asombro de un plumilla. El agradecimiento de Ulpiano con don José resulta conmovedor. También le envió preciosas acuarelas desde Venecia.
De ahí pasó Ulpiano a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Solía ser el mejor alumno de cada curso y, cuando todavía la ley se lo impedía, tuvieron que mirar hacia otro lado para convertirlo en “profesor de perspectiva”.
Allí aprendió –veo en esta primera sala del museo– como aprendían los pintores de la época. Miraba hombres en pelotas y los dibujaba al carboncillo. Cuando llegaba a las partes nobles (innobles, a ojos de aquel siglo XIX), colocaba en la zona una especie de pegote blanco por donde no pudiera escaparse ni un solo milímetro de pornografía.
Luego se fue a vivir a Roma, que es hoy como si un chaval de Colmenar se traslada a Sebastopol. Consiguió plaza, previa oposición, en la Academia que España tenía en esta ciudad. Era un lugar entonces cochambroso, pero de gran prestigio. Fue en esos años, guiado por la “pintura histórica”, cuando descubrió el merchandising.
No pintaba con esa intención, pero sus cuadros de entonces comenzaron a ser utilizados como arma de publicidad. Cobró un pastón. Los levantaba en óleo, en acuarela, en cartel, en grabado, en escultura… Se hizo Checa un artista de moda, un caramelo. Es un acierto que el museo haya colocado un vídeo con escenas de las películas romanas al lado de los mencionados cuadros. Así puede verse cómo los cineastas replicaron a Checa. No era una copia escondida, un plagio. Todo lo contrario. Los cuadros de Checa fueron el propio cartel anunciador de los largometrajes.
Voy alternando la biografía de Ulpiano Checa con su obra porque me parece que el conjunto supone un verdadero milagro. Todo fue un cúmulo de casualidades que, sumadas al talento y a una vocación de trabajo, construyeron tal milagro. Que apareciera don José, el protector; que lograra su plaza en la escuela de la calle Atocha, que entrara en San Fernando, que superara la oposición para recalar en Roma…
En “La invasión de los bárbaros”, Checa se preguntó a sí mismo: “¿Cómo se dibuja el final de una civilización?”. En este caso, el fin del Imperio Romano. ¿Cómo narices se crea ese paisaje, sin existir una maldita prueba gráfica, y que parezca real? Lo consiguió. Y el éxito de esa misión explica el éxito de su obra, que condiciona todavía hoy nuestra imaginación. Lo que imaginamos cuando pensamos en los coliseos romanos es lo que imaginó Checa.
Alcanzado el éxito –y la pasta–, Checa se fue a Argentina y Uruguay. Se lo disputaban los millonarios. Todos querían su retrato. Acabó pintando al general Mitre. A continuación, viajó a África. Quería poner carne y hueso a todas esas escaramuzas musulmanas de nuestra Historia.
Murió en Dax (Francia), año 1916. Gracias a su descendencia, a algunos vecinos y a varios coleccionistas, este museo de tres plantas –¡a cuarenta minutos de Madrid!– reúne la parte más importante de la obra de Checa. Hace poco, el cineasta Wes Anderson rodó una película en Colmenar. A modo de contraprestación, compró un gran cuadro de Checa y lo entregó al museo.
Para terminar esta crónica, regreso a un cuadro del que todavía no he hablado: “Los últimos días de Pompeya”. Ocupa toda la pared. Y no diré más. Sólo añado la imagen. Me quedo en silencio. Mirando. Con la esperanza de que tú, lector, vengas un día aquí y también mires. Larga vida al museo de Ulpiano Checa.
***Para ampliar información acerca de Ulpiano Checa, conviene consultar los trabajos de Ángel Benito García, el actual director del museo.
*Información de servicio: en Colmenar de Oreja, donde se encuentra el museo, hay varias casas rurales. También se puede hacer turismo gastronómico, por sus bodegas de vino y su queso de Ciriaco, fabricado en las cuevas. Su plaza, similar a la de Chinchón, aloja varios restaurantes, como el mítico Casa Pepe.