El principio de cada conversación arranca en un mismo punto de salida: la angustia. Un desgarro de preocupación que en las últimas horas ha reabierto en canal sus almas. Las ilusiones y esperanzas que florecían sobre las cicatrices vuelven a adherirse a una piel maltratada por ocho años de conflicto, aunque sea ahora cuando en occidente se le esté viendo la cara a la muerte. Ese sendero por la preocupación familiar que desemboca en las lágrimas. Todos los diálogos se aferran al llanto como subterfugio de las penas: "Tengo allí a mi hija y no sé qué va a pasar", cuenta una de ellas.
La provincia de Málaga acoge a una comunidad ucraniana de más de 11.500 personas. Todas a casi 4.000 kilómetros del ruido de las bombas y los misiles, aunque eso no impide que puedan sentir en las llamadas telefónicas los temblores de cada explosión. EL ESPAÑOL de Málaga ha hablado con tres personas pertenecientes a ese grupo. Cada una con una historia, pero todos con un mismo temor: la guerra.
Hace 21 años que Dariya Tkachuk llegó a la capital. A sus 57 años, con sus hijos y sus nietos en España, todas las miradas se dirigen hacia su otra familia: "Mi hermana, mis sobrinos… ¡Están allí!", lamenta. "Esta mañana (ayer) escuché que hubo varios ataques a bases militares. Hay una a 18 kilómetros de mi ciudad, pero no esperábamos que fueran a por ella porque está en una zona fronteriza con Polonia". Este territorio en cuestión responde al nombre de Ivano-Frankivsk, el lugar en el que un misil explotó junto al aeropuerto en la madrugada del miércoles.
Los mensajes que le llegan desde Europa no atienden a sesudos análisis geopolíticos. La batalla tiene muchos nombres, pero se plasma en los cristales rotos después de una onda expansiva: "Mi sobrino me ha dicho que todo ha retumbado", subraya. El miedo, por muy denso y sólido que sea, siempre deja paso a un atisbo de confianza. El hilo de ese deseo ha saltado en mil pedazos: "Vivimos lejos de la zona más conflictiva, así que no creíamos que hubiera un ataque tan directo".
No solo en la zona prorrusa de Donetsk y Lugansk, también en pequeñas ciudades que parecían protegidas por la lejanía: "Han atacado toda Ucrania a la vez", subraya. Sus seres queridos, de momento, se van a quedar: "Mi sobrina es funcionaria en el Ayuntamiento de la ciudad y tiene que organizar la documentación porque es muy posible que todos los hombres tengan que ir a la guerra. No podemos abandonar nuestro país; tenemos que luchar por la gente que está dispuesta a seguir viviendo allí".
La expresión seguir viviendo allí responde a un lugar en el que "está todo cerrado", en el que las clases se han suspendido, en el que la destrucción se vislumbra por los alrededores: "Pero ella tiene que seguir al frente", apunta. Dariya explica que no esperaban que "todo esto" fuera a llegar tan lejos: "Son ya ocho años de conflicto. Creíamos que solo se iba a concentrar en unos puntos concretos". Y menos de un día para otro, añade. Con la alevosía de la noche, irrumpiendo en la piedad del descanso: "Todos estaban durmiendo. Han oído ruidos y…". Y no ha sido posible volver a conciliar el sueño: "Incluso yo, desde Málaga, he pasado mala noche y no sé por qué. Mantengo comunicación con muchos paisanos que viven en Italia o Grecia, porque estamos por todo el mundo. A todos nos ha pasado lo mismo. Tenía el presentimiento de que iba a pasar algo malo".
Esta comunidad de ucranianos en la provincia lleva tiempo siendo consciente de todo lo que sucede con Rusia. Mucho antes de que Vladimir Putin y Volodímir Zelenski comenzasen a capitalizar los titulares periodísticos. Ella ya sabía lo que era escuchar que en su pueblo habían matado "a tal o cual". Hoy ha sido distinto; más "fuerte y preocupante": "Estaba en la cama cuando recibí la llamada de una amiga pidiéndome que pusiera la tele. A las 7 de la mañana ya sabía lo que estaba pasando".
Al ser preguntada por su familia, habla de sus dos hijas y nietos, pero también de sus compatriotas. De "la gente inocente de Ucrania" que va a morir:"Lo sé porque lo llevo viendo ocho años. Todos los días. Dejando muchos cadáveres".
Por unos segundos, la conversación parece entrecortarse. Pareciera que la comunicación fallara, pero lo que se resquebrajan son las emociones que habían permanecido guardadas. Su español fluido se atasca, y las palabras dejan de salir: "No sé cómo definir todo esto. Es durísimo. Es la familia, es la gente… ¡Es el país! Ucrania tiene que seguir existiendo. No puede venir una persona a decir que esto es mío. No podemos perder ni nuestro país ni nuestra nacionalidad, ni nuestra cultura".
Pero su llanto tiene un destinatario: "Estas lágrimas son por todos los que tienen que morir sin necesidad. Alguien tiene que parar esto, pero no creo que sea posible. La gente nos está ayudando y apoyando, pero tenemos que luchar. Nuestra juventud tiene que luchar porque los niños se están quedando sin padres, sin abuelos… Sin nada".
Oksana es trabajadora doméstica en varias casas, aunque su hogar está en Chernivsti. Mientras va en el autobús, atiende a la llamada de este periódico. Va en la línea 11 que le lleva hacia el este de Málaga. Sus pensamientos, sin embargo, se dirigen hacia el norte de Europa. Su hija tiene 14 años, por lo que no cuenta con un pasaporte que le permita salir del país: "Tiene mucho miedo porque está atrapada allí. He hablado con mi cuñada, que ha cogido toda su documentación para irse. No sabe si a Italia o a España. Las mujeres pueden marcharse; los hombres no", le cuentan desde su patria.
El agobio se muestra en forma de incertidumbre: "Todavía no sé lo que voy a hacer, pero voy a intentar entrar". Por unas horas, la humanidad ha monopolizado la consternación: "No solo yo estoy preocupada. Todos lo estamos".
Roman Hamratsey es sacerdote greco-católico en Málaga. En las últimas semanas ha participado de forma activa en las acciones espirituales que desde la Diócesis se han promovido para con la comunidad. Pocas horas después de que el papa Francisco hiciera un llamamiento de oración y ayuno por la paz, este religioso ucraniano confiesa estar sucumbido en un pozo de preocupación: "Anoche (ayer) empezaron los ataques, y mi familia no sabe nada".
Insiste en la necesidad de rezar. Lo repite en varios momentos, aferrándose a un rosario inmaterial de cuentas azules y amarillas: "Estamos en manos de Dios. Como sacerdote, tengo que pedir ayuda e intercesión al Señor, porque hay muchas personas que no pueden comer, ni trabajar, ni dormir. Esos niños…". Y la referencia a la infancia se convierte en una frenada en seco que le lleva al mismo punto de arranque: "No puedo hacer nada, solo rezar". Igual que Dariya , Roman se enteró de la noticia de madrugada. Fue un amigo el que se encargó de darle la información: "Ya estamos en guerra". Cuatro palabras y un solo vacío: "Estaba preparado para ello porque por la noche había visto las declaraciones de Putin".
Durante toda la mañana de ayer, los feligreses estuvieron llamándole y enviándole mensajes coincidentes en el fondo: "Todo el mundo decía rezar, rezar, rezar. Nadie habla de matar a rusos (no hay odio), sino de la intercesión de Dios en el conflicto. Lo que ha dicho el papa Francisco ha sido muy importante".
Pero esa confianza espiritual no impide que sus sentimientos impregnen el relato. Nervioso, explica que su familia también procede de Ivano-Frankivsk, la provincia atacada por varios misiles junto al aeropuerto: "Ha sido todo". Después de la despedida, de las condolencias y de los mensajes de aliento, la última frase avanza vibrante, temblorosa. Sin llegar a consolidar la rotundidad del mensaje:"Por favor, reza por mi país. Por mis paisanos".