El ladrillo descubierto que cubre las paredes del restaurante Araboka son un oxímoron de la piedra picada que sostiene el scriptorium rupestre de San Martín de Albelda (a poco más de 12 kilómetros de Logroño). A priori, estas dos ubicaciones parecen tener poca relación, pero ambas se encuentran vertebradas por un mismo centro de gravedad: el vino.
Vinícola Real presentó en este icónico restaurante de la ciudad, regentado por Antonio Fernández, una parte de su trayectoria en forma de caldos. A través de la selección de varias muestras, el enólogo Miguel Ángel Rodríguez explicó con orgullo los tres grandes ejes que sostienen sus botellas: la evolución, la longevidad… y la historia.
Y es que las más tres décadas que este riojano lleva inmerso en el proyecto son solo la punta del iceberg de un relato que atesora 10 siglos de historia. En Albelda (La Rioja) se encuentra ubicadas una serie de cuevas, excavadas en las peñas, que desde el siglo V estuvieron habitadas por varias generaciones.
En torno a esas ermitas se comenzaron a agrupar comunidades religiosas que acabaron dando lugar al Monasterio de San Martín de Albelda en el año 924 (X). En el acta de fundación hay un detalle que explica el nombre de una de las familias vinícolas de referencia de la bodega, 200 monges. Es aquí donde la uva y la Edad Media se dan la mano.
“En ese documento aparece recogido el nombre de 204 monjes; religiosos que llegaron a ser los más conocidos de la cristiandad junto al monasterio de Suso y Yuso, ambos patrimonio de la Humanidad porque allí se plasmaron las primeras palabras en castellano”, explica Sara Arrambari, responsable del proyecto enoturístico.
En agradecimiento a cada uno de estos frailes que habitaron el desaparecido Monasterio de San Martín de Albelda en el siglo X y que dedicaron su vida a salvaguardar la cultura, Vinícola Real bautizó una de sus líneas con este nombre, escrito con g, tal y como está establecido en el documento. Pero ¿cuál es la trascendencia de este conocimiento?
Tanto San Martín como Suso mantenían una relación profesional como scriptorium clave durante la Edad Media: “El primero de estos dos conventos llegó a ser más conocido en el siglo X, pero comenzó a caer a partir del siglo XII debido a la apuesta de los reyes navarros, que subvencionaron y apoyaron a Yuso, donde se encontraban los restos de San Millán de Cogolla”, relata.
Esta pérdida de relevancia acabó transformándose en el abandono del Monasterio de San Martín, con la consiguiente sustracción de los códices, en el siglo XVI: “Para hacernos una idea, ahora mismo en Yuso hay 12.000 volúmenes, entre ellos una obra sagrada en la que se encuentran las primeras palabras en castellano”, explica Sara.
Sin embargo, del otro legado inmenso que un día existió en esa antigua abadía, solo se conservan cinco ejemplares manuscritos. Uno de ellos, de los más importantes que existen en España: el Códice Albeldense (el original, en San Lorenzo del Escorial). Escrito en 974 en ese mismo lugar por Vigila, este libro está considerado como un tesoro de la miniatura altomedieval: “Es enorme; un compendio del saber enfocado principalmente al derecho canónico y civil”.
Existen estudios exclusivos que hablan únicamente de su valor artístico. La representación de Adán y Eva bajo la higuera o la primera galería de retratos de un códice son alguno de los ejemplos que lo corroboran. En total, más de 425 páginas, escritas en piel de cordero, que en el año 974 salieron del Monasterio de San Martín para viajar hasta Suso y ser copiadas allí.
“Contenía unos conocimientos y tratados tan brutales que buscaban preservar la cultura. Cualquier monasterio o corte quería tenerlos para conocer la norma que se editaba en los concilios”. Para poder desempolvar ese legado y darlo a conocer, la Asociación para la Historia de Albelda, en colaboración con Vinícola Real, ha puesto en marcha un proyecto de enoturismo en el que los visitantes recorren la ruta de los 200 monges olvidados que en su día hicieron el camino entre los dos conventos. El vino, de nuevo, como fuente del conocimiento.
La cata
Durante el encuentro gastronómico, en el que estuvieron presente diferentes personalidades del mundo de la restauración, Miguel Ángel Rodríguez dispuso una cuidada selección de vinos que tenían como argumento principal la edad. “Hay que entenderlos bajo el prisma de los años que lleva de crianza en la botella”, detalla.
Este fenómeno provoca que la frescura del producto no sea la misma que la de un 2012, por ejemplo, pero sí que permite ver cómo las características se siguen manteniendo. Es aquí donde entra en juego la evolución: “Podemos ver cómo va cambiando de trago a trago. Esa es una de las grandezas de estos vinos de Rioja, que se expresa en forma de potencial”.
Entre la selección, tres grandes reservas: 1994, 1996 y 1999. La primera de ellas se corresponde con la primera de la bodega y la segunda, con una de las más afamadas producciones. El caso del 99 es un tanto especial: “Fue una añada muy difícil, ya que el ciclo vegetativo se vio afectado por una helada el 16 de abril que arrasó un tercio de la cosecha. Se paró el ciclo y volvió a brotar, por lo que es algo más fría”.
¿Cuál es el motivo de esta selección? “Lo que quiero hacer ver es que, aun cambiando las añadas, sigue habiendo una conexión entre los vinos. La climatología y la elaboración se acaban notando”, relata Miguel Ángel Rodríguez.
Junto a estos tres tintos, también presentaron su proyecto de blancos: “Durante más de 12 años no vieron la luz del mercado, ya que considerábamos que no tenían la misma calidad que los otros. Ha sido mucho el aprendizaje y la investigación hasta conseguir salirnos de los tabúes que tenían los blancos riojanos”, comenta.
Durante mucho tiempo, estos vinos han tenido un papel secundario. Pero esta situación no estaba motivada por el “desconocimiento de la gente”, sino por todo lo contrario. El enólogo de Vinícola Real asegura que la razón de todo ello estaba en que “no se elaboraban bien”: “Hay un alto porcentaje de materia prima en uva blanca que no es apto. Además, no se había investigado lo suficiente, por lo que casi toda la producción se estaba usando más para corte y mezcla que para su propio uso”.
Este proyecto, que se presentó a través de un gran reserva 2009 y un reserva 2010, ha supuesto un reto personal para Miguel Ángel en su búsqueda de caldos más completos: “Sacamos en 2002 nuestro primer blanco, pero el miedo al desconocimiento hizo que saliera como nuestro segundo vino, Cueva del Monge. Actualmente, este viñedo tiene más de 50 años, pero más que la edad, la clave está en el lugar: una zona con mucha frescura por la altitud y PH más bajo para lograr esa longevidad”.
El enólogo
Entre copa y copa, oxigenando algunas botellas, Miguel Ángel Rodríguez, enólogo de la bodega, se dirige al público presente y por unos minutos abandona la nomenclatura vinícola para hablar de tú a tú sobre su vida. En el restaurante Araboka, uno de los establecimientos en los que se puede disfrutar de estas botellas, una veintena de personas escuchan atentamente.
Con calma, explica que sus orígenes no se encuentran en entre barricas, sino en una destilería familiar que aparece grabada en sus piernas en forma de cicatriz: “Son las propias de un niño que se crio saltando entre los garrafones”.
Sus padres tenían, además, una fábrica de calzado, algo que le ha generado bastante “deformación profesional”, bromea. Sin embargo, el temprano fallecimiento de su padre obligó a incorporarse pronto al negocio familiar: “La destilería era lo más antiguo que tenían, así que nos pusimos a trabajar allí mis hermanos”.
Pronto viajó hasta Madrid para estudiar enología. Una formación que le sirvió en el camino de vuelta a la empresa: “Ya me había picado el gusanillo del vino, pero allí lo que había eran licores, vinos bases para moscatel y vermús y productos intermedios”, detalla. A los cinco años, llegó la posibilidad de conseguir una bodega: “Mi primer proyecto no empieza en Vinícola Real, que nació en 1992, sino en San Vicente de la Sonsierra”. 30 años después, los ríos tintos continúan su cauce. También por Málaga.