Cuando el pequeño Edu llegó a la parroquia de Manilva, de la mano de su madre y su abuela, nunca se imaginó que en algún momento de su vida sería monaguillo. Cuando se vio, con 10 años, ayudando al cura en las misas, nunca pensó que en un futuro sería sacristán. Cuando abrió por primera vez las puertas de la iglesia que le vio crecer, jamás creyó que acabaría siendo ordenado sacerdote.
Hoy, el pequeño Edu es ya Eduardo, tiene 25 años y, desde hace dos semanas, es el sacerdote más joven de la Diócesis de Málaga. Recibe a EL ESPAÑOL de Málaga en la que ha sido su casa durante los últimos seis años, camisa remangada y alzacuellos abrochado. Cualquier asesor político diría que su expresión corporal refleja esfuerzo y voluntad de trabajar. La realidad no es muy distinta: por delante tiene la misión de evangelizar a una comunidad que poco a poco va notando la carencia de vocaciones.
Pasea por el Seminario mayor como un estudiante más, saludando a los niños que están de campamento y pidiendo permiso antes de entrar a alguno de los enormes salones que conforman este complejo de principios del siglo XX. Como el anfitrión que es, enseña los rincones que forman parte del centro, recordando las vivencias que han quedado guardadas en las paredes.
Esas anécdotas forman parte de un pasado al que ahora mira con cariño. El mismo pasado al que se remontan sus creencias: “Desde que tengo ocho años estoy vinculado a la cofradía de la Virgen de los Dolores y Nuestro Padre Jesús Nazareno de mi pueblo, Manilva. Iba por allí y veía; no podía hacer mucho con esa edad, pero estaba en el ambiente”, explica.
Su caso es otro de los muchos en el que la Semana Santa y la fe conforman un núcleo indisoluble. Tras hacer la comunión, su vínculo con la iglesia se fue acrecentando: “Mis ratos libres los dedicaba a la parroquia”, subraya.
Cuando le preguntan por su infancia, siempre apostilla que era la normal de cualquier niño: partidas de tenis, cumpleaños con los compañeros de clase… Aunque con algunas diferencias respecto al resto del grupo: “Siempre tuve claro que la misa estaba por encima de todo. Si tenía una celebración, iba a la iglesia primero o me marchaba de donde estuviera y luego volvía. Lo central era el Señor”.
De la responsabilidad del acolitado, a la responsabilidad de guardés. Por aquel entonces, las sacristanas en Manilva eran dos hermanas muy mayores (más de 90 años). Isabel Esteba y María Esteba le dejaban las llaves los viernes por la tarde y un listado: “En él ponían lo que tenía que hacer: el color litúrgico, su motivo… Fueron unas formadoras para mí”.
Cuando fallecieron, asumió el cargo en la totalidad. En su entorno no había dudas de que este chico acabaría siendo cura. Todos lo sabían. Menos él. Sus proyectos giraban en torno a la arquitectura o la historia, aunque en un momento del camino, sus planes descarrilaron de la trayectoria marcada: los curas que pasaban por su parroquia le planteaban la idea de dar el paso: “Cada vez que sacaban el tema, me quitaba de en medio. No me veía”, destaca.
Un cambio en su vida
¿Cuándo comienza a cambiar su percepción? “Estaba en segundo de bachiller y en mi iglesia se celebra la festividad de San Pablo de forma especial, siempre asiste muchísima gente. Los ministros extraordinarios (fieles que reparten la comunión) no estaban ese día, por lo que, ante la necesidad de agilizar el proceso, mi párroco me autorizó. Se me saltaron las lágrimas cuando cogí el copón con el Santísimo. Me hizo pensar que quizá Dios me estaba pidiendo algo más y no me estaba dando cuenta”, expone Eduardo.
No fue la única señal con la que se topó. Ese año, mientras sus compañeros se iban de viaje de estudios en Semana Santa, él decidió quedarse: la importancia de la fecha estaba por encima. El Seminario mandó a su templo a José Miguel Porras (actual sacerdote) para que desarrollara las labores de pastoral: “Tal como lo vi apareciendo por la puerta, salí por la otra. Sabía que me iba a hablar del tema”, bromea.
Pero por mucho que lo evitara, la encerrona acabó llegando: el Sábado Santo, su párroco, uno de los ministros extraordinarios, otro sacerdote y el propio José Miguel lo llevaron a comer. El almuerzo giró en torno a una única pregunta: ¿No te lo vas a plantear? “Tenía 18 años recién cumplidos, y aunque me propusieron muchas cosas, decidí enfocarme en los estudios y, tras un tiempo de reflexión (y providencia) me metí en Historia”.
Aquello que dicen que la perseverancia es una de las grandes virtudes de los sacerdotes se cumplió. Tras mucho insistir y conocer las dependencias del seminario, aceptó participar en el curso de discernimiento vocacional: “Dije que sí por compromiso”. Pero acabó diciéndole que sí a Dios. En septiembre de 2016 comenzó su proyecto de vida.
¿Cómo reacciona la familia a una noticia de este tipo? Eduardo relata que hubo división de opiniones: “Mis padres se descompusieron; él quería que acabara la carrera, pero mi madre tenía claro que iba a acabar siendo cura. Eso sí, creía que primero me graduaría, pero como le dije: cuando el Señor llama, llama. Aun así, siempre han estado ahí. Estos días he tenido muy presente a mi abuela, con la que llegué a la iglesia. Falleció estando yo en el Seminario y me he acordado mucho”.
La formación de un cura
La llamada de Dios no es el único requisito imprescindible para ocupar la sede. Los seminaristas tienen que cumplir con una formación de seis años en los que van madurando su fe. Al tercer año les encomiendan el lectorado, un reconocimiento para proclamar la Palabra; en cuarto, el acolitado para servir en el altar. Finalmente, en quinto reciben la admisión a las sagradas órdenes: “La Iglesia te reconoce como candidato”, explica Eduardo.
Comenzando septiembre, le comunicaron que el diaconado llegaría en octubre. Previo a ello tuvieron que firmar las promesas de obediencia, celibato e incardinación: “Una vez que fuimos diáconos, nos mandan a los destinos pastorales, donde hacemos las prácticas”, apostilla en tono de broma.
Desde hace dos semanas, ya es sacerdote junto a otros cuatro compañeros. Recuerda que los nervios iniciales se fueron diluyendo conforme iba avanzando la celebración: “Me fui llenando de paz”. De todas las escenas que conformaron una jornada histórica, el ya padre Muñoz relata con especial cariño dos de ellas: “El momento de ungir las manos, consagrarlas y hacerlas óptimas para el servicio y la imposición, con la bajada del Espíritu”, cuenta.
Cuando comenzó sus estudios, había 26 seminaristas. Después de estas consagraciones, quedan 12, la “tirada más grande” que se ha producido en la Diócesis de Málaga desde el año 2006, cuando fueron ordenados seis presbíteros.
La edad
Ahora, Eduardo se encuentra diariamente con personas que podrían ser sus abuelos y que, sin embargo, se dirigen a él diciéndole padre. La sensación, poco a poco, comienza a asimilarse, pero no deja de ser extraña para una persona de 25 años: “Me choca muchísimo que me hablen de don, pero yo no soy nadie para pedirles que me llamen por el nombre de pila. Lo hacen con respeto porque ven lo que presento”.
La responsabilidad que tiene su cargo le hace mirar al presente con cierto vértigo. Esa carga le hizo replantear su profesión muchas veces: “Era una de las cosas que más decía. ¿Adónde voy yo de párroco, al frente de una comunidad, siendo tan joven? Hemos sido ordenados sacerdotes, pero ahora tenemos que hacernos, y esos grupos son los que nos van a enseñar a conseguirlo”.