Escribía Marcel Proust que el sufrimiento no se cura sino a condición de soportarlo plenamente. El salto lógico para pasar del dolor a la superación conlleva, de manera inequívoca, coquetear con el olvido. La desmemoria, el sinrecuerdo. La ausencia de un nosotros que se convierte en un yo presente despojado de muertos de los muertos. Generaciones que se pierden en los árboles genealógicos para convertirse en recuadros anónimos y marcos vacíos sin posibilidad de tener vida.
Málaga, tierra fenicia, un asentamiento por descubrir, genes mediterráneos ocultos bajo toneladas de tierras, pueblo mercante y empresa de acogida, mirada tecnológica y casa de emprendedores, cayó en las garras de la omisión de la retentiva.
La idea de la indolencia malagueña ante la pérdida del pasado, presentada en una conferencia cultural hace algún tiempo, sintomatiza el debe de la ciudad con su historia. Málaga son los retazos del alma sin coser por los que ahonda la fuga de su ayer; es Dickens en A Tale of Two Cities (fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos (...) la primavera de la esperanza el invierno de la desesperación). Pero también es Dickens en Cuento de Navidad.
Los fantasmas que fueron, son y serán no dejan de habitar una piel tersa por la sal y brillante por el sol. Las tres heridas de Hernández deambulan en la propia ciudad, cobijándose en aquellos ciudadanos indiferentes ante el escandaloso desapego a lo que otrora se vivió.
El caso más paradigmático es que no hay un caso que sea el más paradigmático. Aunque, por no caer en la equidistancia, valdría hablar de la iglesia de la Merced. Mucho y bien se ha escrito sobre este templo consagrado a principios del siglo XVI (lean a Ana Pérez-Bryan, que lo explica a la perfección). Hoy, en el epicentro de la urbe moderna, no hay nada. O mejor dicho, hay algo que es una provocación a las raices que un día germinaron en la antigua plaza del Mercado. Un edificio cuyo frontis podría semejar a la fachada principal del templo. En la puerta por la que comenzaba a escribirse cada año la Semana Santa del XIX y XX, ahora hay un kebab.
El espectro del presente son todas esas carnes abiertas que, sin llegar a dejar ver el hueso, anuncian que el daño irreparable puede estar cerca. El sagrario y Santo Domingo desnudan sus adentros entre grietas y desconchones. "La cornada es fuerte (...), abra lo que tenga que abrir y lo demás está en sus manos", dijo Paquirri poco antes de morir.
La aparición del futuro lleva irremediablemente hasta la plaza del Obispo ("... en el espacio me encontré/ volando con alas de espuma/ mirando la tierra a mis pies"). Resulta cansino, a la par que divertido, señalar que a día de hoy sigue siendo motivo de celebración que la Catedral de la sexta ciudad de España sea un inmueble sin terminar. Una sinfonía inacabada, como tituló con exquisita belleza el arquitecto Juan Manuel Sánchez la Chica.
Parece que ahora algunos defensores de la manquita (no me quieras tanto y quiéreme mejor) se han dado cuenta de que hacer un tejado a dos aguas no solo es una garantía para la conservación de la basílica, sino que es un paso más en algo que no ha lugar a debate.
La ciudadanía no puede conformarse con el argumento de es nuestra seña de identidad porque, si el pueblo lo hubiera hecho suyo en el siglo XVI, hoy solo tendríamos la cabecera. Y se seguirán llenando los comentarios de Facebook de usuarios defendiendo a capa y espada tener una Catedral sin torre, sin balaustrada, sin sacristía, programa iconográfico ni cubillos. Ultras de las cosas a medio hacer.
Al final, las sociedades sobreviven gracias al contrato social. Acuerdos implícitos para paliar la adversidad de la naturaleza, cediendo parte de los instintos naturalistas en favor de la convivencia. Quizá es momento de pensar si el veto, además de ser contra el salvajismo, debería ser también contra la desmemoria.