Ahora que soy un ciudadano del régimen data, aprovecho mi condición de empadronado para mirar de vez en cuando las cifras de publicación. Los números de este mes ofrecen una conclusión demoledora: nunca antes había firmado tantas noticias de meteorología como en los últimos cuatro días. Resulta innecesario explicar el motivo, pero supongo que alguien querrá mirar más allá de las gotas que se deslizan por el cristal mientras se escucha la nostalgia del silencio. Breaking news! Somos esclavos de la actualidad y la lluvia manda. Por lo menos la escena resulta bella.
La información del tiempo siempre me ha parecido algo difícil de digerir. Desde que era pequeño he intentado huir de ella, condicionado por la coincidencia de la programación con el momento de recoger la cocina. Buscando algún motivo más profundo, creo que mi rechazo se debe a las limitaciones del formato; a la imposibilidad de trasladar las emociones que producen el calor, el viento o el agua. La televisión muestra, la televisión cuenta, pero a la postre, la televisión lo convierte todo en televisión.
Sobre los fenómenos atmosféricos se han escrito las cosas más hermosas del universo ("No quiero tener más suerte/ que el aire que te respiro/ (...) Goza el cielo que se agacha/ para tenerte más cerca/ goza la luz que te cerca/ para tu gloria..."). Pero también otras horribles. ¿O es que a nadie le resulta espantoso cómo suena que "en el tercio norte aumentará la sensación térmica de frío"? Me pareció gracioso pensar que si Stephen King, en 1980, publicó La niebla (una novela de terror en la que un siniestro pueblo se ve envuelto en una misteriosa bruma), ayer hubiera podido escribir la segunda parte en Málaga: La lluvia.
Y esto forma parte de un marco conceptual en el que la meteorología lo envuelve todo. La lluvia, que siempre me ha trasladado a tiempos pasados que incluso no he conocido, consigue amarrar recuerdos de un París imposible en el cuadro de Gustave Caillebotte. Es el humor inglés de los lores británicos cuando afirman que al golf también se juega con buen tiempo.
Pero la lluvia, además, es el chocolate caliente que tomaba en las Navidades con mis abuelos cuando todavía estábamos todos. Esas fiestas las recuerdo bajo el tamborileo de unos charcos que quizá nunca existieron. Tiene que ver con aquello que escribió Sergio del Molino; algo así como que uno solo vive una vez, cuando es niño, y el resto de su vida se dedica a recordar (perdonen la imprecisión, pero no encuentro ahora mismo la página).
De todos los maestros que se han sumergido en la belleza de las precipitaciones (otra palabra terrible), nadie ha conseguido dignificarla más que Woody Allen. En uno de sus últimos relatos, publicados bajo el título Gravedad cero, cuenta la historia de un tipo llamado Sachs que acaba enamorado de Lulú. Tras conocerse de manera fortuita y deambular por las coincidencias del pasado (y del presente), Lulú relata la fascinación que siente por los días de tormenta y los rayos atravesando el cielo de Nueva York.
Tras escuchar esto, Sachs, dominado por el enamoramiento, piensa que la idea de ella mojada de lluvia "era lo más romántico que podía ocurrírsele". Miro por la ventana. Son las 20:00 y no cae ni una gota. Las posibilidades de un paseo bajo el aguacero se desvanecen. Al poco rato busco la previsión para este sábado y la esperanza vuelve a mí: "Cielos nubosos, sin descartar chubascos ocasionales". Jamás una predicción meteorológica me había sonado tan bonita. No será necesario entonces que salga el sol; a veces, la luz está en las huellas que dejan las pisadas por las calles todavía húmedas.