Una excavadora se cuela en la galería 2 de un cementerio. Sollozos de una reforma son la banda sonora de la necrópolis. Los sepulcros, desde la galería 1 hasta la 3, no descansan en paz, el taladro atormenta su sueño permanente. Intermitente, a veces para, a veces sigue… o a lo mejor los oídos optan por dejarlo en segundo plano. Los nichos, unos sobre otros, amontonados. Almacenes de vidas desistidas. Armarios de prendas únicas. Pasillos que llevan de un lado a otro. Un laberinto Estigio donde Caronte son las lágrimas y la góndola el luto.
Galerías nuevas, a espera de platos vacíos y reuniones incompletas. Esposas, hijos, padres, amigos, que despiden abrazos y cafés. Escaleras y escaleras, como si de una obra de teatro se tratase, ya lo había dicho Gil de Biedma “envejecer, morir, es el único argumento de la obra”.
El humo del tabaco y el llanto acompañan al duelo. Un hombre de mediana edad, con una vestimenta que no desentonaría en una película de Alain Delon, aguarda en un banco a la salida del recinto de tierra santa. Con las mejillas llenas de rocío, se le escucha hablar por teléfono:
— Acabo de salir, siempre es duro visitarla.
Enrique estaba esa mañana en el cementerio de Alhaurín el Grande para un desayuno poco convencional junto a su mujer. “Intento visitarla siempre que puedo, aprovecho cualquier excusa para bajar a su pueblo”. Viene al menos dos veces al año desde Valencia hasta el pueblo de su mujer para hacerle compañía. “Quiso que la enterraran junto a sus padres”, explicaba Enrique con espinas en las cuerdas vocales. El momento favorito del día de Luisa era el desayuno, irse de brunch con Enrique algunos domingos era una de sus escapadas románticas favoritas; Enrique intenta perpetuarlo.
Cipreses, olivos, naranjos y neo plantaciones que solo Dios sabe qué saldrá de ahí, son el atrezzo de la parcela sacramental. Se escucha el vuelo y el canto de cuervos, palomas, gorriones o algún ave que un ornitólogo habría sabido identificar.
Campos vacíos que huelen a soledad. Flores inmortales junto a sepulcros impolutos. Velas y retratos. Sillas reservadas, no vaya a ser que se adelante alguien. Pues, a pesar de que en las cenas familiares hay ausentes, Mahoma va a la montaña, y así en el cementerio se recrean reuniones familiares tan normales como las de navidades, reyes o una tarde de verano comiendo paella.
Entre nichos y panteones se crean rincones estériles en los que sabes que no hay nada, pero giras la mirada, a lo mejor te encuentras con una sorpresa. Una tumba inundada en paz descansa bajo un joven naranjo. “Vives mientras alguien piense en ti”, es el epitafio de Gustavo Thörlichen. Qué apellido tan curioso para un cementerio alhaurino.
Fotógrafo de paisajes, reportaje social y arquitectura, pintor modernista, cubista, surrealista y abstracto. Aquí está su tumba, con sus raíces en el suelo, la única entre nichos. Una vida movida. De su país de origen, Alemania, tuvo que huir estableciéndose en Argentina en la década de los 40. Se autoexilió “con apenas 40 pesos de capital” y “con la intención de comprar una mula, como las que había visto en algún antiguo grabado”. Foto tras foto. Poetas, músicos, primeras damas, Jorge Luis Borges y hasta el Che Guevara fueron vistos por Gustavo desde los flashes de su cámara. En los 70 decidió moverse del país con un sol en su bandera a la Costa del Sol. Primero Torremolinos y eventualmente Alhaurín el Grande, donde vivió sus últimos 16 años y a quienes legó toda su obra. Su exposición póstuma “vives mientras alguien piense en ti” sigue siendo recordada.
Es común la práctica de depositar el luto a los pies de un árbol. A lo mejor porque son un símbolo de vida, porque puede que ese árbol fuese el sitio predilecto de alguien, o porque fue su última compañía. Eterna compañía.
Paca cuenta la historia de su marido, de cómo lo perdió. Mientras lava los platos, no distrae su mirada ni un segundo de su labor. “Siempre lo tengo presente, hasta cuando no me doy cuenta”. Deja lo que está haciendo, pero fija su mirada en la pared. Inerte, se seca las manos mientras callada intenta secar las lágrimas internas.
— Una tarde llega pronto del trabajo y me dice que antes de comer se pasará por el campo. Yo le dije que para qué iba a ir al campo a esa hora, que podía esperar a más tarde o ya pasarse mañana.
Rafa era muy terco y se despidió de su mujer con un beso en la frente seguido de “las lentejas picantorras, porfa”. Paca apagó el fuego de esas lentejas con una llamada de un vecino que se había pasado por el campo y se había encontrado a su marido bajo el almendro. La siesta perpetua bajo el almendro.
— Desde entonces trato a ese almendro como si fuese mi marido. Él sigue allí, yo lo sé.
Unas guardan a su marido en un almendro, otras lo llevan consigo. María duerme junto a su marido cada noche, “está conmigo siempre, no concibo un mundo sin él. Su vacío no lo puede reemplazar nadie, yo sigo viva porque Dios así lo quiere, pero yo solo espero estar pronto junto a Francisco”.
— La vida con él fue una maravilla. He sido una afortunada desde que lo conocí y una desdichada desde que lo perdí. Cuando estaba vivo acordamos que el que estuviese vivo se traería las cenizas a casa hasta que el otro se fuera también y ya nos encontraríamos en el nicho.
María se despidió de Francisco una tarde de aquel año apocalíptico donde salir de casa no era una opción. “Estaba muy malo ya. Vino una enfermera y nos dijo que se lo deberían llevar al hospital pero que tendría que ir solo y yo le pregunté: ¿si fuese tu padre qué harías?”. Así, fue la muerte en persona quien se presentó en su casa y se lo llevó.
— Mi duelo sigue igual desde la cuarentena. Con más o menos gente en casa, con o sin mascarillas, vacunados o no, pero sin él.
Paola Emanuet es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.