La faz del Nazareno asoma en una estampa por el filo de mi cartera; es ese mismo rostro que hice mío desde la cuna gracias a mi padre, que me inculcó la devoción al Señor como la herencia más suya. Es una estampa del vía-crucis de la Agrupación de Cofradías de 2015. En el reverso figura una cita del Génesis que pareciera escrita para Él: “Déjame ya que me vaya, porque amanece. Y Jacob le respondió: No te dejaré ir si no me bendices”.
Mientras, en mi despacho suena Eucaristía; cómo retumbaba en el Patio de los Naranjos en aquella noche de primer viernes de Cuaresma. Es buena banda sonora para escribir sobre mi archicofradía. Sobre lo que leo, escucho y siento. Sobre “la tradición”.
La tradición… ¿Qué es tradición? ¿Quién ostenta la potestad moral para trazar las aristas emocionales y temporales que la definan? Ante concepto tan arbitrario, en una hermandad de siglos de existencia, el Nazareno nunca fue encerrado en los márgenes invisibles de la tradición.
Un Dios contemporáneo donde hubo un Moreno barroco; unos ángeles tenantes donde hubo arbotantes de Luis de Vicente; unos claveles o lirios donde hubo corcho y pitas… Incluso la bendición, única y verdadera tradición de nuestra corporación, fue modelando su formato hasta el que conocemos. A mí sí me gusta mi Cristo tal como es: rompedor, especial, poliédrico, nunca encorsetado en no sé qué cánones. Tradicionalmente -qué paradoja- siempre fue así.
Y el esperancista nunca fue temeroso ante los cambios. Somos una hermandad decidida e imperiosamente vanguardista; siempre valiente, abrió ventanas y sendas nuevas en la Semana Santa. En el discurso procesional del Señor, hubo esperancistas que reemplazaron los faroles, sustituyeron las cartelas y cabezas de varal, ajustaron la altura de los polacos, transformaron el blanco en morado para sus hombres de trono, redefinieron los hábitos nazarenos… Y nadie dejó de reconocer en el Cristo de Benlliure una imagen serena y, a la par, portentosa. Porque Él trasciende a todo; porque todo lo relativiza y lo convierte en lo que ha de ser: un atrezzo secundario -necesario, pero secundario- en torno al verdadero protagonista.
La Semana Santa es una celebración mutante, un ente vivo. Pocos exponentes más preclaros existen que el Nazareno del Paso. Y en su devenir de contrastes, se abre un porvenir anhelado por muchos esperancistas: que la banda de cornetas y tambores de la Archicofradía, formación que atesora un respeto y reconocimiento que ya hace tiempo que traspasó nuestras propias fronteras, acompañe al Señor.
Así lo han decidido quienes son más que conscientes y convencidos de su estilo. Cuando se tiene claro el estilo del Nazareno, no da miedo el cambio de género musical, pues éste se ensambla al mismo; cuando se tiene claro el estilo de nuestra banda de cornetas y tambores, no da miedo que acompañe al Nazareno, pues casa maravillosamente con Él.
Es antinatural atar sentimentalmente al Nazareno a un género musical. Lo dice su historia. Y lo dicen unas emociones que se vertebran por Él, que conmueve con banda música, pero conmueve, igualmente, con una capilla musical o un quinteto de metales durante el traslado o con la exuberante orquestación durante las celebraciones eucarísticas de sus días señalados.
Y conmovió cuando caminó con el eco de una coral de niños cantores camino a la Catedral para presidir el solemne Via-crucis de la Agrupación de Cofradías; y conmovió, por supuesto que sí, cuando nuestra banda, a la vuelta del mismo, ofreció sus sones al Cristo de su hermandad. Porque la música es música. Pero aquí se trata de Él.
La banda de la Archicofradía es idónea para suscitar emociones en quienes amamos al Nazareno. Quien conozca su repertorio –pero hay que conocerlo, claro- sabe que puede forjar perfectamente la atmósfera imponente que envuelve al Nazareno; quien siga otros acompañamientos de la banda -pero hay que admirarla y no darle la espalda, claro- sabe que atesora una capacidad soberbia para adaptarse a cuantos tronos se le plantean, tanto en el andar a tambor como en la selección de las piezas; quien converse con sus músicos -pero hay que acercarse a ellos, claro- descubre que estamos ante un viejo sueño de tantos archicofrades que han llevado y llevan con dignidad y orgullo el nombre del Paso y la Esperanza por toda la geografía andaluza.
Lo sabe quien vio lágrimas de emoción en ellos cuando supieron que -¡al fin!- se abría la puerta a que acompañasen al Nazareno el Jueves Santo. Se llama sentido de pertenencia. Se llama esperancismo.
El Nazareno del Paso, herencia de una devoción de siglos, exige perseguir la excelencia. Durante las últimas dos mayordomías y en el transcurso de la presente, todo fueron parabienes. ¿Hace falta enumerarlos? La instauración del besapié por su festividad el 3 de enero, la construcción de una nueva mesa del trono, la proyección de meritorios altares de culto (incluido el más fastuoso de esta albacería, como fue el de la custodia en rememoración de los altares eucarísticos del Corpus), el concierto de la Inmemorial del Rey en uno de sus triduos, la presidencia del vía-crucis en la Catedral, la exposición por el aniversario de su hechura -visita de la nieta de Benlliure incluida-, el enriquecimiento de su ajuar (túnicas, camisolas, piezas cultuales como los fanales o la restauración del soporte de la cruz…), la confección de una obra cumbre del bordado local con la túnica de Eloy Téllez y Salvador Oliver, la adaptación de sus cruces para aliviar el peso en salvaguarda de la talla, la digitalización para perpetuar la efigie en caso de infortunio, la nueva peana de camarín en ejecución…
Los hechos avalan. Y ante los hechos, ¿en qué cabeza cabe pensar que esta decisión no aspira, precisamente, a esa misma excelencia para el Nazareno? ¿Cómo no respaldar a quienes tanto y tan bueno han hecho por nuestro Cristo?
Al cruzar la puerta de nuestra casa, se palpa alegría ante la expectativa, ilusión ante el reto, emoción ante la comunión tangible. Se respira paz entre quienes entregan sus vidas a diario al servicio de los Sagrados Titulares y de sus hermanos. Yo me siento orgulloso de esa hermandad, a la que quiero como mi familia. Pero el barro de las redes sociales, los perfiles anónimos y los mensajes colmados de desprecios no la representan. La institución está por encima de ello y de quienes lo promuevan.
Me sobran razones para querer que nuestra banda acompañe al Señor.
Y aún sobrándome, una sola me bastaría. En la penumbra del salón de tronos, la campana percutirá por tres veces y el Nazareno levantará. Habrá de partir a bendecir al pueblo. Sonarán, entonces, unos tambores familiares, reconocibles, admirados, rotundos. Sonarán los tambores nuestros; nuestros tambores hermanos.
Porque no será una banda cualquiera. Será nuestra banda. La banda del Nazareno. ¿Cómo no voy a querer que acompañen a mi Cristo si también es el suyo?
Recientemente, el Papa Francisco afirmó ante la Comisión Teológica que “pensar que la tradición es lo que siempre se ha hecho así nos impide crecer. El tradicionalismo es la fe muerta de algunos vivos”. La Archicofradía ha de seguir caminando en el curso de su propia historia. Y merece la pena esta oportunidad; la de construir una feliz realidad entre todos juntos. Todos. Hermanos, devotos, nazarenos, hombres de trono… Y músicos. Esperancistas todos.
Que el Nazareno provea.
Miguel Gutiérrez es albacea y miembro de la junta de gobierno de la Archicofradía.