La espera ha llegado a su fin. Hoy es, sin duda, el día más ansiado del mes. Como de costumbre, se suele dormir menos. La cabeza estalla a preguntas, algunas por curiosidad y otras por impotencia. El estómago ruge, no por hambre, sino por un nerviosismo adherente. Y este, solo sale al exterior en forma de repetidas pataditas contra el suelo.

– Jorge, en cinco minutos salimos de casa. Ponte guapo, quiero que el niño nos vea bien. (Todos los nombres utilizados son ficticios, ya que los protagonistas han solicitado reservar su identidad).

Ha llegado el momento. Durante el camino, es inevitable acelerar la respiración al bajar la marcha de cuarta a tercera, mientras por la ventanilla se ve cómo la torre central va creciendo. Los campos verdes, propios del húmedo Campo de Gibraltar, hacen brotar margaritas amarillas a juego con los rayos del sol, entre establos de cerdos, caballos y vacas. Puede parecer extraño, pero a cada hora pasa por allí un autobús público, la línea 2. ¿Qué más puede haber? Desde lejos, se ve un simple edificio vallado. Apartado de todo, donde el bus llega a su última parada. Ahí está, la cárcel.

Jorge y Marta hacen este recorrido una vez al mes desde hace siete años. Todo para visitar a su hijo en la cárcel de Botafuegos. No eran conscientes de cómo podría cambiarles la vida hasta que les llegó la noticia: «Han cogido al niño». Jorge es muy extrovertido, pero en un momento así, decidió evadirse de la realidad. La decepción y la incomprensión le llevó a refugiarse en un techo seguro. En sí mismo. «No me lo esperaba», recuerda. Aun así, era consciente de que sus amigos eran mala influencia.

Marta, la mujer con la que lleva 34 años, aún tiene tallado en sus recuerdos cuando vio a su hijo salir esposado de la ceñida calle Hamudies, demacrado tras noches en el calabozo. Son solo el comienzo de encadenadas pautas que, a partir de ese momento, iban a moldear sus vidas.

Algo parecido viven Raquel y Pedro. Ellos ya han sanado esa ausencia, pues su hijo ya está en casa. Cuando este tenía 16 años, se escapó. Solo los que sufren de abandono, también los padres, comprenden esa angustia ante la incertidumbre. Una incertidumbre que acabó pronto. Le encontraron e intentaron redirigirlo por el “buen camino”. Pero el joven no tardó en entrar al centro de menores La Marchenilla. Un lugar, también apartado, que contempla una panorámica del continente africano en los días de viento poniente. Vistas que no podía apreciar desde el módulo de aislamiento.

Una hora todos los jueves. 60 minutos que se reducen a 20 por persona. Eso era todo. Visitas muy ansiadas, pero demasiado efímeras. El tiempo limita a preguntar: «¿Cómo estás? ¿Qué tal te tratan? ¿Qué has estado haciendo?». Se convertían en rápidos interrogatorios donde la mentira de “estoy bien” se desvelaba a través de los ojos. Al recordar los demonios que pasaron, Raquel da luz verde a un nudo en la garganta. Y Pedro, un hombre endurecido por los golpes que le ha dado la vida, intenta guardar las lágrimas de su mujer cambiando el cauce de la conversación.

— Para un minuto. Ya hablo yo, porque te vas a alterar — coloca la mano en su pierna.

— Bueno, le va a venir bien sacarlo — no tardó en decir Marta.

— Sí, que se exprese. Es momento de desahogo — apoyó rápido Jorge.

De una forma u otra, este encuentro se ha convertido en una terapia. Un cauce en el que liberan piedras colocadas en forma de presa. Una presa que reprimía sus sentimientos. Porque cuando Raquel visitaba al psicólogo, ya tenía algo en mente: «No me sirve para nada».

Raquel y Marta son primas. Muchos perderían dinero apostando que los primos son realmente Jorge y Pedro. Tienen el mismo sentido del humor. Ambas parejas se conocen de toda la vida. Y la sangre no es lo único que comparten, también sus historias, estas ocultas entre la sombra.

Ambas mujeres trabajan en servicios de limpieza. Ambos hombres están jubilados por motivo de enfermedad: Pedro sufrió varios ictus y Jorge ha tenido problemas del corazón, o como él dice, de la “patata” (recurrir a elementos cómicos para evitar la incomodidad, a veces surte efecto).

Todos han trabajado año tras año para dar lo mejor a sus pequeños, ya no tan pequeños. Por eso mismo, les atormenta día y noche, dormidos y despiertos, la misma pregunta: ¿Por qué?

«¡Porra, si este niño lo tenía todo! ¿Por qué desperdiciar su tiempo así?»

Años después, paso a paso, han combatido casi toda la lucha. Pero los pensamientos no parecen cambiar. Criaron hijos que, por alguna razón, decidieron soltar las manos de mamá y papá demasiado pronto. La impotencia de Marta brota: «Tenían techo, tenían comida, tenían ropa limpia, incluso de sobra». También tenían libertad, y a veces es peligrosa. Escogieron otro camino, otro destino. Pero Marta, Jorge, Raquel y Pedro, sin elección, también han tomado rumbo a sus propias condenas. Una vez cerrada la puerta de casa, comienza el infierno diario. Los reproches, la rabia, la culpa.

«Al principio me sentí culpable porque creía que había hecho algo mal, que había fallado como madre», interviene Raquel. Cuando el dolor es inevitable, se recurre al peor martirio, una culpa no devengada. Marta suelta su taza de café con leche y cambia de postura. Sabe que lo que va a decir, para muchos, supondrá un refugio en el ojo silencioso del huracán. La calma. Clava la mirada en su prima, cómplice de afecto, y dice: «¡No debemos sentirnos culpables jamás!».

Es difícil no caer cuando los propios reproches vienen de quien está entre rejas. ¿Cómo se le explica el error a alguien que se niega a asimilarlo? Pedro dejó de visitar a su hijo al centro de menores por un par de zapatos negros. Era el cumpleaños de su hijo, así que le dieron unos tenis de 40 euros (así llaman en Cádiz a las zapatillas deportivas). Pensaban que le haría ilusión, algo lejos de la realidad. Pues su respuesta fue: «¿Qué mierda de zapatos me traes?». Aún recuerda esas palabras. Estaba ilusionado, trabajando para darle ese detalle. Decidieron prescindir de gastos personales. «No imaginas el dolor que sentí. Te desmoraliza». Todo por unas deportivas negras con plantillas de gel.

Raquel también está desilusionada. Pero intenta entender el comportamiento de su pequeño. «Allí hacen tratos con la ropa. Si tienes zapatos buenos, te respetan». En la cárcel hay que saber sobrevivir. Las marcas de ropa, los cigarrillos o los accesorios de oro, se traducen en fortaleza, respeto. Y no ser respetado, implica caer en picado en la tabla derecha de ‘El Jardín de las Delicias'.

Toda moneda cuenta con su cara-cruz. Y en esta situación, la madre es la cara y el padre la cruz, separados por unos milímetros de oro nórdico. Ambos matrimonios reconocen que tener a sus hijos bajo condena, desemboca en dificultades como pareja. Pedro no soportaba ver a Raquel mal sin poder hacer nada. No se desahogan juntos. Marta sabe que Jorge decidió evadirse por su bien, pero necesitó su apoyo. Alguien con quien hablar.

— Tener a un hijo preso rompe familias. Todo son discusiones por el tema —

plantea Jorge al resto, mientras guarda sus manos frías en los bolsillos.

— Tampoco es eso. Simplemente hubiera querido hablar contigo — le replicó Marta.

— Me evadí de todo. Fue mi terapia — le da la razón, pero no se miran a los ojos.

Cuando el carbón pinta el cielo, es el momento de sacar los pensamientos desordenados que durante el día crecen en forma de nudo. Raquel, a altas horas de la madrugada, suele mirar por el hueco de la puerta. «Están todos dormidos». Durante el día, que su hijo esté preso es un tema tabú. Así que rebusca entre cajones para sacar del escondite su cuaderno. Coge un boli y escribe. Sola, en una silla, junto al silencio.  «Los sentimientos empiezan a salir y la mano escribe sola». Días después, vuelve a mirar las páginas porque, simplemente, no era consciente de lo que escribía. Era su forma de escurrir un trapo de lágrimas comprimidas. «No encontraba otra manera de sacar ese dolor».

«La madre siempre va a querer proteger a su hijo. Yo quiero que escarmiente». Pedro repite esta frase una y otra vez, haciendo hincapié en que la madre y el padre, en situaciones así, son muy distintos. Los cuatro asienten. Pedro y Jorge tienen una relación distante con sus hijos. Hay cierta coraza con intención de reencaminar. Eso les ha llevado a encuentros de ira desenfrenada. «Somos sus enemigos», le dice Jorge a Pedro mientras agacha la cabeza con tristeza. Raquel y Marta, por el contrario, son sus puntos de apoyo. Todo se simplifica a que, cómo dice Marta, «para mí siempre va a ser mi niño, y para él ya es un hombre». Lo que, con el tiempo, crea barreras entre el matrimonio.

— Cuando mi hijo era chico, tenía una ilusión y unas expectativas. Va creciendo, lo ves en comisaría y piensas, ¿esos son los principios que te he dado? Me ha fallado. Y así, hemos creado un escudo mutuo. Yo solo quiero que aprenda de sus errores — dice Pedro con voz entrecortada. Y es que su primer encuentro fue de lo más frívolo.



¿Son los padres los únicos afectados? Lo cierto es que no. Cuando el hijo de Raquel y Pedro fue llevado al centro de menores, dejó en casa a su hermano pequeño. Tenía solo 14 años. Y tuvo que aguantar balbuceos de terceros, las discusiones de sus padres y cómo la familia cambió con ellos. Ha crecido y, aislado en sí mismo, hace de hermano mayor. «Se llevan a matar, pero si alguien se mete con su hermano, saca las garras», confiesa entre risas Raquel. Jorge y Marta también tienen otra hija, cuya inspiración siempre fue su hermano. Desde que entró en Botafuegos, pasa las tardes encerrada en su habitación. «Tiene un corazón indestructible», cuenta Marta. Pero, a veces, la dureza es una fachada.

La mirada implacable de la sociedad ha juzgado también a estos familiares, apartando la empatía y la comprensión. Como consecuencia, no suelen hablar. Se ven apartados. Solo salen de la sombra con quienes les han mostrado apoyo. Raquel no cuenta con su familia. «No es por vergüenza. Es porque sienten rechazo hacia mi hijo, y también hacia mí». Si en el trabajo del abuelo hay una vacante, hay prioridad para otros nietos que no estén “marcados”. «Mi hijo se da cuenta y le duele. Sigue siendo una persona». Son juzgados sin entender las luchas que enfrentan. «Muchos han decidido poner distancia con nosotros», es la realidad de estos padres.

«Es de mi familia, pero no tiene nada que ver conmigo»

En el laberinto de la condena, donde las puertas se cierran con estruendo, las familias se erigen como las únicas que ofrecen un atisbo de esperanza. Pedro detesta la situación: «He pasado por lo mismo, y no debería ser así. Nadie está libre de esto». «Al final, la puerta abierta solo la hemos dejado los aquí presentes». El resto no apoya, tapiza paredes, cierra puertas.

En España, el Consejo de Europa dató en 2022 una media de 55.000 internos. Junto a Pedro, Jorge, Marta y Raquel, nada más y nada menos que 55.000 familias, sin otra opción, viven perseguidas por la frustración, la tristeza y el vacío. Abandonados en la encrucijada de la adversidad, luchando sin un respaldo necesario que alivie su carga.

En una mesa, se entrelazan cuatro y a la vez una misma historia. Cuatro voces que dejan salir sus pensamientos más invisibles pero profundos. Así como el viento. Un viento que fluye en el punto de encuentro entre el Mediterráneo y el Atlántico. En la playa de Getares, mientras ven un cuadro de arena blanca, montañas verdes y el Estrecho de Gibraltar, dan voz a los sentimientos que más les han perseguido estos años:

● Decepción

● Impotencia

● Frustración

● Soledad

● Incomprensión

● Tristeza



El temor de los padres aún alberga latente. Ya han asimilado que uno de los chicos está en casa, y a otro apenas le quedan dos años en prisión. La recta llega a su final. Sus hijos estarán fuera de condena. Pero, paradójicamente, el miedo permanecerá, más incluso fuera de rejas.

Cuando Raquel escucha sirenas desde su casa, llega a su estómago un pellizco inmediato de terror. «¿Y si es por él? ¿Con quién está el niño? ¿Qué estará haciendo? ¿Se estará metiendo en algún lío?». Ya les pasó una vez, ¿por qué no se iba a repetir? Es por eso, que tras siete años de sufrimiento, Marta se siente más insegura que nunca. La ansiedad se instala en su corazón ante la incertidumbre. «Ahora que veo luz, tengo más altibajos». Jorge reconoce que duerme más tranquilo cuando su hijo está en la cárcel: «Ahí sé que está controlado». Pero desea que vuelva a casa, y no solo por él. Estos últimos días le repite, como atisbo de última esperanza: «Piensa en tu hija, en tu hermana y en tu madre». El sueño de Pedro es ver cómo su hijo se mantiene solo, porque si no hay reinserción, siempre estará preocupado.

Cuando los pequeños (no tan pequeños) cruzan las puertas de la libertad, estos padres se enfrentan a un nuevo desafío: reconstruir los muros quebrantados para no vivir en la incertidumbre. Arreglar algo que no rompieron. Y es que, cómo dice Raquel: «La situación tira tanto de ti, que te absorbe». Han remado desde el primer día contra la adversidad para evitar que “todo se hunda”. Pero, al igual que Jorge, sienten que tienen otra familia lejos de casa. Raquel, Pedro, Jorge y Marta no son meros espectadores, son los protagonistas.

— La condena la pasa quién está dentro, pero también quien está fuera — dice Marta.

— Nuestra condena es peor— asegura Jorge, abatido.

En los reencuentros, la habitación respira una atmósfera de ansiedad, nostalgia y la pesada carga de la separación. Cada gesto, cada palabra, son conexiones perennes. Un funcionario abre la puerta, anunciando que la escasa hora de visita ha acabado. Es momento de marchar, no sin antes ver cómo su hijo sale de la habitación. Y ellos se quedan, junto al vacío.

Antes de cruzar la valla, Jorge escucha un grito: «¡PAPÁ! ¡MAMÁ!». Reconocen la voz y se voltean. Ven cientos de sombras, irreconocibles, detrás de ventanas con barrotes rojos. Intentan aguantar una última sonrisa. Pero al subir al coche, todo se desmorona. No hay música, no hay palabras, no hay miradas. La torre se hace cada vez más pequeña. Los rayos del sol siguen ahí, pero solo reflejan lágrimas, vacío, silencio y una condena que no les pertenece.

Mª Carmen Barainca es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.