Javier Gómez de Toro
Publicada

Tras atracciones cubiertas de telas verdosas y calles frecuentadas por pavos reales de tonos pardos, Juan despierta entre continentes de material de oficina y montañas de papeleo. Su colchón improvisado descansa en el suelo de la antigua sala de administración. Un paso a la izquierda y ya está sentado en frente del monitor. Un click y tiene las cámaras delante. Repasa las imágenes de la noche, pero sabe que no va a encontrar nada. La alarma suena cada vez que un ligero movimiento se deja ver, que un sonido mayor al de una brisa pasa por los micrófonos dispuestos en cada esquina. Hoy el viento le ha dado un respiro y ha dormido más que de costumbre. Seis horas.

Fuera, el sol empieza a iluminar la costa que honra su nombre y los primeros rayos rozan Arroyo de la Miel, Benalmádena. Donde docenas de niños deberían estar esperando con ojos tiznados por la emoción, solo quedan grupos de palomas en busca de comida. Mantos de flores caídas y la sombra de las kilométricas palmeras dan la antesala a la entrada. Las escaleras coloridas que nacen a los pies de la avenida ascienden hasta las puertas de hierro negro y al gran cartel que sostienen: Tivoli.

Tras un desayuno rápido y una ronda del informativo matinal en el monitor de oficina, Juan sale de los despachos y pasa por puertas cerradas de viejos locales. Organizaron en uno de ellos aquella reunión otoñal de 2021. Los rumores salían de cada grieta del parque de Tremón, y tras el ERTE obligatorio por salud, empezaron a volar donde antes corrían. Bien lo sabe Miguel. Cuando le dieron su primera orden como miembro del Tivoli allá por el 73, ya sabía que acababa de unirse a una familia más grande de la que podía imaginar. Tenía trece años. Con dieciséis, le pusieron a cargo del carrusel. Con sesenta, había visto lo mejor que podía ofrecer el parque, pero también todo lo que era capaz de esconder bajo sus carpas.

Juan en una de las concentraciones. Javier Gómez de Toro

Cuando llegó el danés –alias el Tito Olsen o Bernt Olsen– como propietario, él ya estaba ahí. Tras la venta a Rafael Gómez en 2005, conocido hasta en los gallineros del parque como Sandokán, él siguió entrando por esas verjas negras que había visto durante treinta años. También estaba cuando el Caso Malaya apareció en boca de todos sus compañeros. El capítulo oscuro de la política marbellera salpicó al entonces dueño. Por primera vez, Miguel vio que los trapicheos que ocurrían de fondo empezaban a inclinar la gran noria del parque. Aun así no duda y pone su confianza en el otrora propietario.

– Eso le pilló de cerca, pero nunca le he visto un mal gesto. Rafael Gómez, para mí, es un hombre de palabra –sentencia Miguel, pintando en su mente el rostro del empresario.

Hace poco que esas tres décadas se convirtieron en medio siglo, y Miguel ya olía problemas cuando organizaron aquella reunión. El mismo aroma había llegado a Peter, que desde la distancia de su concesionario contemplaba las turbulentas aguas del parque con más claridad. El cuento de una pareja danesa llegando a Málaga como una nueva tierra de las oportunidades, junto a un niño de ojos como el Mediterráneo que acababa de ver su primer bisiesto, se remonta al 72. Desde que Peter recuerda, el Tivoli está ahí. Incluso hoy, Miguel se acerca a los interesados y les narra cómo solía jugar con el pequeño «Pedro» cuando aún no llegaba a la mitad de su altura. Esa familia que Peter conocía cambió cuando llegó Sandokán.

– En mi opinión, no lo hizo mal. Readmitió a los empleados. Otras empresas no hacen eso –su risa flojea y su mueca también–. Me quedé seis meses para probar. No era lo mismo.

También fue distinto para Juan y Juan Manuel. Ambos llegaron a finales de los 80. Juan un año antes, en el 88, como encargado de sonido y técnico cuando hacía falta. Juan Manuel al siguiente, por el 89, barriendo donde le pedían y ayudando donde le dejaban. Habían dejado su sudor, sangre y horas de sueño en los terrenos de Olsen, después en los de Sandokán y, en los últimos tiempos del parque, en los de Tremón. Era lo único en lo que pensaban aquella mañana de noviembre cuando Gonzalo, de Recursos Humanos, dejó caer el brazo que sostenía su móvil y se giró para darles la noticia. El peso cayó sobre ellos cuando vieron su mirada.

Una de las protestas. Javier Gómez de Toro

El administrador concursal había analizado el desarrollo del parque durante los peores meses del desconfinamiento, cuando abrieron tras meses de angustia y dudas. Pese a la incertidumbre, los miedos y el año más convulso en mucho, mucho tiempo, los resultados tenían una única conclusión: desarrollo positivo de la actividad económica. El Tivoli funcionaba y podía seguir haciéndolo a corto, medio y, tal vez, incluso a largo plazo. No tenía por qué cerrar.

Aun así iba a cerrar. Ya estaba decidido.

– Era algo que yo sabía que iba a pasar. Pero no de esta manera. No tan brusca, ¿no? Dejarlo todo así... –el tono de Peter cae por debajo de la mesa.

– Yo no me lo esperaba –suspira Juan Manuel–. Si una empresa no gana dinero y tiene que cerrar lo entiendo, lo comprendo. Pero si funciona... no lo entiendo. No lo entiendo, de verdad.

Cuatro años después se siguen viendo en esa cafetería improvisada, con ellos como únicos clientes y Fermín como único cocinero. El chef estrella del parque se unió tras la llegada de Sandokán, y hoy se encarga de preparar las donaciones que reciben, desde la comida de los animales al agua que tanta falta les hace. 

Juan deja atrás el último de los locales y abre las puertas del Tivoli. Como todos los días, ahí le espera Beli. Desde que su cuñado y su suegro le avisaron que buscaban trabajadores para el departamento comercial, el parque es parte de ella. Ambos acabaron por dejarlo, uno por la jubilación, el otro por mejores oportunidades; pero Beli sigue ahí veinte años después. Sigue sosteniendo con fuerza la pancarta en las movilizaciones que organizan el primer domingo de cada mes. Sigue alzando la voz para que la de los niños se escuche una vez más en el parque. Sigue esperando encontrarse en las noticias: «El Tivoli reabre sus puertas», algo que ha podido al fin ver este mes de febrero tras un acuerdo entre el Ayuntamiento de Benalmádena y el Grupo Tremón. 

Andrés también llegó al parque por la recomendación de un familiar que terminó yéndose: su hermano. Acababa de volver del servicio militar y hacía poco que había alcanzado los veintiún años. Le dieron la oportunidad de trabajar quince días como mecánico. Tras la quincena, el plazo cambió a medio año. Después de esos seis meses, le dieron otros tres. Cuando acabaron, llegarían cuarenta años más.

– Yo estoy jubilado, pero es que esto lo llevo en la sangre –manifiesta Andrés como quien habla de su religión–. De tres partes de mi vida, llevo dos aquí.

– Incluso con Hacienda hubo problemas. Tuvimos que mandarle cartas justificando que no estábamos cobrando –denuncia Miguel recordando los primeros años del cierre.

Muchos se fueron cuando el grupo Tremón decidió no volver a abrir las puertas. Otros muchos se quedaron.

– Entiendo a los que no tienen más remedio que buscar otro trabajo –dice Beli, y su tono alegre inunda la sala pese a la melancolía que empaña las paredes–.  Esto no da de comer, no paga la hipoteca ni la luz, esas cosas tienes que mantenerlas aparte. Pero si no estuviésemos aquí, esto estaría perdido.

Una de las protestas de los trabajadores, que no se han cansado en su reivindicación. Javier Gómez de Toro

Ochenta personas siguen dentro de la plantilla del parque. Ochenta vidas para las que el Tivoli es todavía un lugar de alegrías y recuerdos que no piensan soltar. De muchas reuniones con comités y sindicatos han salido con optimismo. De otros varios encuentros se vieron esperanzados de poder sacar adelante los juicios por el parque. Aún no han cobrado nada. Aún no han ganado un solo juicio. Las voces cada vez suenan más cansadas, pero sus sonrisas persisten cuando hablan de sus años como trabajadores del mayor parque de atracciones de Andalucía. Uno de los mayores iconos de la Costa del Sol.

El objetivo de muchos tras el cierre fue buscar otros trabajos para sufragar gastos. El obstáculo era el parque. Aún estaban asegurados. Nada de trabajar en otro sitio más de cuatro horas. Nada de prestaciones ni ayudas. Nada de cobrar por las horas dedicadas al que veían como su segundo hogar. Cuando se lo permitieron, Juan Manuel buscó el primer trabajo nocturno que pudo. Pasaba las mañanas limpiando y vigilando las calles del parque. Las noches ganándose el pan. Pero esa época terminó cuando su cuerpo dio de sí. Cuando su mente gritó basta.

– El vaso se ha llenado y no he podido más. No estoy bien. Ni física ni moralmente.

Su semblante se endurece, con cuidado elige sus palabras. Dolor y cansancio intoxican cada sílaba.

Lo que menos me esperaba es lo que nos han hecho. No hacen ni con animales lo que nos han hecho. No tienen las narices. Mira, tengo tratamiento, estoy fatal con la espalda, con el cuello y con los huesos.

El silencio inunda la sala un instante. Nada lo interrumpe.

– Lo que han hecho con nosotros no llegará el momento en el que pueda desprendérmelo.

Sin darse cuenta mira el reloj, y su expresión cambia mientras le asoma una sonrisa. Casi medio día. Beli llega al momento por la puerta, Juan regresa de su descanso para fumar y Fermín sale de la cocina mientras ríe a pleno pulmón con Peter. Llegan Miguel y Andrés, y el silencio del ambiente termina por rendirse ante las bromas internas y los comentarios sobre tiempos mejores. Juntos van hacia el portón del parque, acompañados por rostros dibujados en paredes y atracciones que llevan años sin oír risas nuevas. Bajan escalones rojos, cada vez más parecidos al rosa; escalones amarillos, que se tornan verdes con los años; escalones azules, tan brillantes como el día que la brocha besó la piedra.

El cartel de Tivoli World. Javier Gómez de Toro

En hora punta, pasan una, dos, tres, decenas de personas por esa plaza. Personas de ojos ocupados, que miran de refilón al parque y observan curiosos a esos trabajadores que aún pasean por sus calles. Algunas de ojos arrugados y rasgados, que atisban los largos muros, vacilan su paso y deciden pausar sus vidas para contemplar las puertas metálicas que deberían haber abierto tras aquel receso invernal. De vez en cuando, también se acercan ojos jóvenes que frenan el paso al acercarse al gran cartel que aún se puede ver desde la avenida tocaya al parque. Ahora mismo, no pasa nadie.

Los aún trabajadores sonríen y se dan la mano como si hubiesen ganado, como si el parque hubiese abierto una vez más. Al igual que cada día desde hace tres marzos, se reparten por la gran escalera y extienden la pancarta que reza por la reapertura de las puertas que dan a sus espaldas. Juan prepara el trípode, da un click en el móvil y corre para salir en la foto. Pasan diez segundos y tras completar el rito matutino, recogen la pancarta. Un día más y un paso más cerca. Detrás de ellos el parque se alza y mientras los trabajadores vuelven adentro, la brisa deja imaginar una vieja melodía durante un instante. 

Revivir momentos que jamás pensó,

que volvieran a pasar.

Entonan en silencio los altavoces que llevan años sin pronunciar palabra alguna. Ahí donde cientos de personas han reído y llorado. La canción sigue.

Junto al mar en la Costa del Sol,

allí le espera Tivoli.

Javier Gómez de Toro es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.