Jorge Freire, en una imagen de archivo

Jorge Freire, en una imagen de archivo Cedida

Cultura

Jorge Freire: "Envidiar a la abuela me recuerda a ir a África para decir: 'Qué felices son con poco'"

El autor del ensayo 'Agitación. Sobre el mal de la impaciencia' reflexiona sobre conflictos generacionales en esta entrevista previa a su charla en el ciclo 'Un mundo en llamas: Cancillerías' de La Térmica.

12 noviembre, 2021 05:00

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Jorge Freire (Madrid, 1985) propone dejar de divertirse. Este escritor, filósofo y articulista es autor de Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (ganadora del XI Premio Málaga de Ensayo, 2020), y plantea que, si divertirse viene del latín divertere -esto es, "lo que hacían los surcos del arado antiguamente, girar fuera de sí"-, tomemos la dirección contraria y nos afiancemos en nuestros zapatos, pisemos fuerte nuestros talones: "Quizás la cosa más heroica es aprender a dominarnos, a gobernarnos, a mantener la compostura", asegura.

En esta entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga, Freire adelanta algunos de los planteamientos que compartirá este viernes en su conferencia en La Térmica, dentro del ciclo Un mundo en llamas: Cancillerías, y defiende a los que, pese a todo, ofrecen un futuro ilusionante frente al fetiche del pasado. Su propuesta generacional: tratar de construir una comunidad, que no sea "ni cosmopolita, ni tribal".

¿Cómo ha afectado el confinamiento por la pandemia de la Covid, la obligación de estarse quieto, a la necesidad general que describes en tu obra de estar continuamente en movimiento?

Había mucha gente que se aprestó a decirnos que todo iba a cambiar, que saldríamos transformados, les faltó decir que saldríamos transfigurados. A mí me parecía una retórica redentorista y casi religiosa. Es una idiotez.

Lo que ha pasado es que hemos salido menos -porque muchos se han muerto por el camino-, hemos salido peor, hemos salido empobrecidos; pero en ningún momento hemos salido cambiados, y mucho menos para bien. Cada vez que nos enfrentamos frente a una crisis siempre se dice lo mismo. En la crisis de 2008, igual: saldríamos mejores, abandonaremos la mentalidad de lucro, trocaremos la competitividad por la empatía... Eso es una idiotez. Nunca sucede.

La agitación, que yo creo que es un mal inherente al ser humano que prácticamente sufrimos desde la noche de los tiempos, pareció atenuarse levemente. Estábamos enchiquerados, como las res, y no podíamos movernos. En realidad, lo que sucedía es que estábamos permanentemente enganchados. En el confinamiento, si nos quedábamos sin Internet cinco minutos, nos volvíamos locos.

Es un problema que tiene difícil enmienda. Yo me baso en lo que dijo Pascal hace cinco siglos, que había una característica del ser humano de la que derivaban todos sus males: su incapacidad de estarse quieto, a solas y calladito en una habitación. Nos han trasladado a una habitación por el confinamiento, pero eso no ha cambiado nada. La agitación, en tiempos de consumismo y de una sociedad hedonista, lo que hace es llegar al paroxismo, al absurdo.

Entiendo que lo que criticas no es ese impulso de agitación, que comentas que es intrínseco al ser humano, sino que a lo mejor no nos estamos cortando lo suficiente. ¿Nos hemos olvidado de ponernos límites?

Y cada vez peor. Aquello que los psicólogos están empezando a llamar "hedonismo a corto plazo" ha hecho que la cosa se complique especialmente. El hedonismo buscaba la recompensa del placer, pero ahora nos hemos dado cuenta de que el placer puede ser inmediato. Cuando uno se acostumbra a ese perverso genio de la lámpara que le ofrece una satisfacción instantánea, luego es muy difícil revertirlo. 

Después del famoso informe que se filtró de Facebook acerca de los nocivos efectos de Instagram en las psiques de los adolescentes, está demostrado que hay una recompensa instantánea, un chute de dopamina que llega al cerebro cuando nos metemos a redes, ponemos un chiste y nos lo recompensan al momento con 50 likes. Eso genera adicción.

Con lo cual, una sociedad troquelada en función de ese hedonismo a corto plazo tiene difícil solución. Esto se ve especialmente en los adolescentes. Uno de los latidos iniciales de este libro fue un titular que leí en el periódico: "La generación Z lo quiere todo y lo quiere ya". Me pareció horrible. Una generación que lo quiere todo y lo quiere ya lo va a pasar canutas, entre otras cosas, porque tiene que aprender a renunciar. La civilización, según decía Freud, es el trecho que media entre un deseo y su satisfacción. Hay que aprender que algunos deseos no se satisfacen, o que tardan mucho en satisfacerse, o que cuesta mucho satisfacerlos. Esto ya lo dice el refrán: "Cuando el camino es corto, todos los burros llegan". Si uno se acostumbra a que todo esté o se le cumpla al momento, mal camino lleva.

¿Cómo aterriza ese análisis del mal de la impaciencia en el análisis global y casi geopolítico del ciclo Un mundo en llamas de La Térmica?

Antes de escribir Agitación, estuve con mi mujer en Ocaña, provincia de Toledo. Estuve en el teatro Lope de Vega, que se llama así porque allí estudió El Fénix de los ingenios cuando no era un teatro, sino un colegio jesuita. Tienen justo encima del escenario un frontispicio con una frase que me gustó: "Por la cultura se conocen los pueblos". Pensé mucho en por qué hoy ya no existen las culturas: no hay una cultura española, una cultura francesa, una cultura alemana. Ahora solo hay una cultura, la cutura de la agitación. Hemos llegado una homologación bestial, una homogeneización en masa de las culturas que hacen que -al no haber mediaciones- un adolescente español, un adolescente francés y un adolescente alemán piensen lo mismo. Tienen el mismo educador, que es Netflix. Tienen las mismas opiniones, las mismas opciones vitales, la misma forma de ver el mundo. Hace seis décadas, ya escribió Lévi-Strauss en su libro Tristes trópicos que se estaba produciendo una civilización industrial en masa. Evidentemente, acertaba, y lo que planteaba entonces ya se ha cumplido al máximo, se ha rebasado y ha llegado al paroxismo.

El hecho de que solo haya una cultura y sea la de la agitación, ¿a dónde lleva? Entre otras cosas, a que solo existe un mundo. Nunca el mundo se había creído tan diverso como el actual y nunca había sido tan homogéneo como el actual. De ahí, muchos de los problemas de nuestro tiempo.

En tu libro hablas del Homo Agitatus, a nivel ya de especie. ¿Padece ese mal de igual manera el adulto que se crió analógico y ha aprendido a usar un smartphone que el adolescente de la generación Z nativo digital y tiktoker que ha crecido entre likes? ¿Afecta igual a la alta burguesía creativa de Nueva York que a un obrero industrial de Indonesia?

Yo creo que en realidad sí, por una razón. Yo le he llamado agitación, pero se le podría haber llamado de muchas maneras. Le podría haber llamado, por ejemplo, "acebia". Era uno de los pecados que defendían los famosos padres del desierto, Antonio Abad, que hablaban del "demonio del mediodía". Esa idea es el mal que impelía a las personas a salirse fuera de sí, a nunca estar a gusto consigo mismos y estar constantemente yendo de un lado a otro como pollos sin cabeza. Si de esto hablaban ya hace tanto tiempo los padres del desierto, a mí me hace pensar que es algo que es inherente a la condición humana. Es una cosa tan vieja como el mundo que nunca se va a poder arreglar. Es algo que nos afecta a todos de distinta manera.

Es un mal que se ve atizado también por la sociedad de consumo. Por ejemplo, esta idea de estar constantemente buscando la felicidad hubiera sido inaudita en una época que no fuera la contemporánea. La felicidad no puede buscarse. El autor satírico Persio, del siglo I d.C., tiene una frase que dice: "No te busques fuera de ti". Estar buscando una cosa fuera de uno es un absoluto dislate. 

Por otro lado, está también esta idea que constituye nuestro mundo que es la de la libertad, entendiéndola como algo que se consigue escapando. Eso es una idiotez. Santayana, que es quizás el mayor filósofo español que ha habido nunca, decía que no se trataba de ser libre en el sentido de anárquico, sino de ser precisamente alguien que "intíma, exacta e irremediablemente" se gobierna. Puede ser paradójico, pero en realidad solo es libre quien se domina: quien está constantemente escapando no es libre.

Me ha parecido que hay alguna conexión en tu discurso con el corpus argumental de Ana Iris Simón. No sé si te consideras afín y si, en cierto modo, hay una corriente joven que intenta traer de vuelta valores que hoy día son considerados viejos.

Creo que fui la segunda persona en este país que reseñé el libro de Ana Iris Simón [Feria, 2020], después de Alberto Olmos. Me gustó mucho, me parece que está muy bien, porque la nostalgia en literatura siempre es muy estimulante. La nostalgia en política, ya no, me gusta menos.

Quizás coincidamos en los puntos de partida. Somos una generación que se ha criado en los pechos de la crisis de 2008, lo que ha dado lugar a una mengua en las expectativas vitales, una desconfianza hacia las élites, una repolitización no necesariamente progresista, una visión un poquito desengañada de las casas y, sobre todo, la constatación de que los hilos que componían la comunidad se han terminado desgarrando: de ahí viene la "desligadura" que he puesto en el título [de la conferencia en La Térmica].

Puede haber puntos en común en el lugar del que venimos, pero el diagnóstico es diferente. Detesto profundamente la nostalgia, no en lo literario, sino en el terreno de las ideas. El otro día escribí un artículo en El País que llamé La querencia, una palabra que se me ocurrió para definir esta tentativa de volver a aquel momento previo que de alguna forma nos ofrece abrigo. Russell lo llamaba "el cálido abrigo de mitos", que puede ser -por ejemplo- para alguno el nacionalismo. Dicen los xenófobos: "Quiero volver a ese momento en el que no había delincuencia porque no había extranjeros". Puede ser la América blanca, la Francia nativista o la España católica: ese momento en el que no había gente de fuera, todo era homógeneo y todo estaba muy bien. No digo que esto sea en absoluto lo que dice Ana Iris Simón, porque no lo es; pero esta querencia de querer volver a ese momento previo creo que es una idiotez.

La nostalgia es un carburante que muchas veces moviliza al pensamiento reaccionario, lo que no me gusta en absoluto. Como generación, tenemos una deuda muy importante con los que nos precedieron, pero creo que les hacemos un flaco favor si nos limitamos a envidiar las condiciones de vida que tuvieron. No tiene ningún sentido envidiar lo bien que vivía nuestra abuela. Me parece una idiotez y me recuerda a la mirada esta de los solidarios de Instagram que se van a África y dicen: "Ay, es que son tan felices con tan poco". Yo me niego a envidiar a mi abuela. Efectivamente, mi abuela nunca tuvo las condiciones de temporalidad, precariedad o estrés que tenemos nosotros, pero tuvo otras cosas. Yo no me cambiaba por sus zapatos ni un momento. Esa nostalgia me parece chata, superficial. Creo que, como generación, tenemos una responsabilidad: plantearnos nuestro propio futuro. Una generación que se limita a mirar al pasado, con una aflicción introspectiva, lo tiene mal. Una generación tiene que mirar siempre al futuro y ofrecer unas cosas que sean mejores. Si se termina arregostando en la nostalgia, lamiéndose las heridas y mirando al pasado, está realmente jodida.

Parece que hoy día la disyuntiva que se nos plantea es que en el pasado estaba lo sólido y que en el futuro ya no es que esté lo líquido, sino lo gaseoso: toda esa agitación incontrolada, la necesidad de likes. ¿Tu propuesta es encontrar un futuro que no sea necesariamente ese, sino que esté un poquito más enraizado?

Yo creo que los votantes de mi generación todos coincidimos en una serie de cosas que están mal, por ejemplo, el empobrecimiento de las relaciones laborales, que los sueldos han menguado... Lo que tenemos que hacer es luchar para que eso mejore en el futuro, pero no tratar de estar ajustando cuentas con el pasado. Me recuerdo al cuento del pájaro que vuela con la cabeza hacia atrás, porque no le interesa el futuro: eso no tiene ningún sentido en política.

Eso se ve mucho en cierta parte de la izquierda, nostálgica, que se ve empeñada en matar a Franco a posteriori. Passolini decía que el antifascismo a posteriori es la manera más cómoda de hacer política, porque al final te estabas midiendo con un enemigo arqueológico, que nunca te va a plantar cara. Así no tienes que afrontar los problemas de actualidad, un capitalismo que con la cuarta revolución industrial nos dicen que se va a llevar muchísimos trabajos. Es mucho más fácil matar a Franco. Me parece muy injusto. Caer en la melancolía es como un encogimiento de hombros, como decir: "Oiga, mire, hasta aquí hemos llegado, somos incapaces de hacer nada, así que nos vamos a limitar a mirar el pasado poniendo ojitos". Estás perdiendo la batalla por incomparecencia.

La izquierda lo que tiene que hacer es ofrecer un futuro ilusionante, en lugar de estar siempre ajustando ideas con el pasado. Es casi un tópico, el lema manriqueño de que todo tiempo pasado fue mejor. Esto se ha dicho siempre: "Los tomates ya no saben, no como los de mi infancia", "ahora el cine es una basura, solo usan los remakes", "el ciclismo de mi infancia era muy bueno, no como el de ahora"... Eso es mentira, son jeremiadas. Ahora tenemos unas cosas que son maravillosas, la biblioteca de Alejandría en el teléfono, un acceso a la información morrocotudo. Eso no significa que vivamos en el mejor de los mundos posibles.

Ahora nos encontramos con una disyuntiva que es, por un lado, reaccionarios que quieren volver a la tribu y al abrigo de la familia. Por otro lado, a los liberales que nos dicen que la solución es más cosmopolitismo, Uber, Starbucks, la virtud abstracta. Ni una cosa ni la otra. Lo que tenemos que hacer como generación es tratar de construir una comunidad, que no sea ni cosmopolita ni tribal.