Nació en Madrid en plena dictadura, en un mundo en el que la mujer estaba condenada al hogar, pero su padre, alcalde franquista de un pueblo de Palencia, le abrió todas las puertas posibles y le señaló el camino hacia la universidad. Estudió Biología mientras huía de los grises en las muchas manifestaciones por la democracia en las que participó, se casó, tuvo dos hijos y desarrolló la mayor parte de su carrera en la Universidad de Málaga, donde llegó a ser rectora. A pesar de no tener afiliación política, un día recibió la llamada de Susana Díaz para que fuera su consejera de Educación. Aceptó y se desencantó de la política. Hace cuatro años, se jubiló "completamente".
Ahora, Adelaida de la Calle (Madrid, 1948) es una paleña más. Saluda a la gente al pasar desde la terraza de un bar del barrio malagueño. Disfruta, dice, de la vida que no ha podido vivir antes. Ha dejado el frenetismo, pero no se aburre. Camina todas las mañanas siete kilómetros junto al mar y habla con una energía envidiable.
Se pregunta por qué los periodistas la siguen llamando, si ella tiene ya algo interesante que ofrecer. "La calma", reflexiona después. En un mundo que gira cada vez más deprisa, De la Calle ha tocado un botón de pausa.
¿Qué es de la vida de Adelaida de la Calle ahora?
Se jubiló “completamente”en julio de 2019. Podría haber sido de emérita, pero no. ¿Cómo voy a ir al departamento después de tantos años a dar el latazo, a quitarle horas a algún profesor que pueda estar en ese lugar? Dije que no, pero tampoco he desaparecido. Todavía tengo mis discípulas, algunas catedráticas, otras titulares… Me gusta estar en contacto con el departamento y con la universidad. Siempre digo lo mismo: si tú me llamas, lo dejo todo. Siempre. Pero no voy a ir a molestar ni a modificar opiniones de nadie porque sí.
¿Repele el protagonismo?
Yo nunca pretendí ser protagonista, pero la vida te lleva a una serie de circunstancias y no sabes por qué. Nunca he dicho que no a nada que me hayan ofrecido.
Nació en una sociedad bastante oprimida, en pleno franquismo.
Sí, y en una familia muy conservadora, franquista. Pero mis padres nos enseñaron siempre a mí y a mis hermanos a respetar mucho las ideas de todo el mundo. En casa se podía opinar siempre.
¿Qué recuerdo tiene de su infancia, de sus padres?
Fuimos muy felices, éramos una familia bien posicionada, de esa clase media que tiene acceso a ciertas cosas que otros muchísimos no lo tienen. Mis padres se sacrificaban para que fuésemos al colegio porque entonces la enseñanza prácticamente era toda de pago.
"Yo nunca pretendí ser protagonista, pero la vida te lleva a una serie de circunstancias y no sabes por qué. Nunca he dicho que no a nada que me hayan ofrecido"
Estudió aún siendo mujer…
Eso fue cosa de mi padre, que lo tenía muy claro. Mi madre quizá no tanto. Él no pudo hacer una carrera universitaria porque cuando llegó su momento, con 17 años, tuvo que irse a la guerra. Nosotros teníamos que hacerlo y no había diferencias entre mis hermanos y yo. Es algo que ni siquiera me planté, lo vi tan natural…
No la educaron bajo los roles de género de la época, con la idea de que su función era casarse y tener hijos.
No. Mi madre tampoco fue la señora de nadie. Recuerdo que cuando se presentaban como “la señora de…”, ella siempre decía: “Yo soy Pilar Martín”. Era muy avanzada en su tiempo, tal vez porque también lo era mi padre. No sé por qué nunca me educaron en esa línea, muchas veces me lo pregunto porque mis padres tampoco tenían una formación política o ideológica de ese tipo.
¿En casa hablaban de política?
Nunca. No era un tema que estuviera en la conversación de mi padre, y eso que era alcalde franquista de un pueblo. Eso sí, leíamos todo lo que nos daba la gana. A mí me gustaba Pío Baroja porque en el colegio no nos lo dejaban leer y le llamaban el impío Baroja. En casa podías ir elaborándote tu propio pensamiento, pero hasta que no llegué a la universidad no entendí los temas reales. Entonces leí El capital…
En la universidad optó por biología, ¿por algo concreto?
Yo quería hacer química. Estudié el preuniversitario en el Beatriz Galindo, un instituto de mucho prestigio en pleno barrio de Salamanca (Madrid), con catedráticos muy prestigiosos como Gerardo Diego y coincidí con un profesor fantástico de biología. Entonces me entusiasmé y tuve suerte porque todavía sigue gustándome la biología.
Y fue en la universidad cuando empezó a tomar conciencia política, ¿no?
Me tocó la época dura, cuando los grises entraban sin ton ni son. La universidad era el sitio más libre. Un día me hicieron delegada de curso y, a la salida de esas elecciones, me propusieron unirme al sindicato democrático de estudiantes. Yo no tenía ni idea de qué era, pero me metí y ahí fue cuando empecé a tratar temas políticos. En aquel entonces no había derecha ni izquierda, estaba el franquismo y los que querían democracia.
¿Se metió en muchos líos?
Hubo un momento en el que mi padre me dijo: “Si te cogen en una manifestación, yo no voy a mover un dedo por ti para sacarte de la Dirección General de Seguridad”. Pero los habría movido todo. Yo estaba en todas las manifestaciones, pero era atleta y corría más que los grises. No tenía problema.
¿No sintió nunca miedo?
No pasé miedo, la juventud es más osada, no piensas en esas cosas. Era consciente de lo que estaba haciendo, pero creía que la universidad era el único lugar donde podía haber un movimiento. El movimiento obrero era imposible y el movimiento de clases era también muy difícil.
Fue en la universidad también cuando conoció a su marido.
En cuarto de carrera, me acuerdo perfectamente. Era mayo y yo me iba a Inglaterra en verano para aprender inglés. Él ya se había sacado las oposiciones, era abogado, y se iba ese mismo año a Brighton. ¡Y, mira, qué casualidad! Quedamos en encontrarnos y empezamos a salir. Luego, lo de casarnos fue casualidad.
¿Cómo fue?
Lo llamó un amigo para ofrecerle irse a Las Palmas y yo, que estaba en quinto de carrera, me acababa de enterar de que un profesor de Biología Celular, Fernando Marín, se iba allí. Pero me tenía que ir casada, eso sí. Así que nos casamos. Él se iba en mayo, yo solicité mi beca de investigación, me diseñé mi vestido rosa y en septiembre nos casamos.
Tampoco casarse le puso cortapisas a su carrera profesional.
Mi marido me conocía muy bien, sabía con quién se casaba. Además, él tenía otro tipo de educación, más afrancesada. Yo no iba a tener hijos hasta que leyese mi tesis y así fue. Me casé con 23 y con 27 me quedé embarazada. Para entonces, en mi casa pensaban que no era fértil, pero lo que pasaba era que estábamos de píldoras hasta arriba.
"Me casé con 23 y con 27 me quedé embarazada. Mi familia pensaba que no era fértil, pero lo que pasaba era que estábamos de píldoras hasta arriba"
¿Tuvo mucha presión social del entorno?
Sí, pero lo teníamos bastante claro, primero era nuestra trayectoria.
¿Y se arrepiente?
En absoluto. He tenido dos hijos, he planificado todo. Pude irme a Alemania a hacer mi postdoc con dos hijos sin ningún problema. Mi hija se quedó con mi madre en Palencia y mi hijo con mi marido y con una tía abuela y nos juntábamos en Madrid. Cuando volvía, mi hija de un año y medio llamaba mamá a mi madre, pero yo sabía que estaba haciendo lo que tenía que hacer; que ellos harían su vida el día de mañana y yo tenía que hacer la mía.
Desarrolló su carrera entre la docencia y la investigación, hasta que dio el salto a la gestión. Primero en la propia universidad, hasta ser rectora. ¿Se lo había planteado?
Fue también algo que vino dado. Enrique Salvo, entonces secretario general, me propuso ser subdirectora. Y yo no sabía más que investigar, estar en el microscopio. En casa me dijeron que no, pero no pude negar y de ahí al Rectorado… Y me gustó. Aprendías mucho, me gustaban los claustros, las Juntas de Gobierno, tomar decisiones democráticamente… Me fui enganchando.
Le daría también muchos dolores de cabeza, ¿cuál es el peor momento que recuerda?
Me tocó una época mala de rectora. Nos restringieron todos los fondos, nos dejaron la tasa de reposición cero, sin poder contratar ni promocionar profesorados. No recuerdo ningún momento concreto sino una situación en general. Cuando Wert era ministro yo era presidenta de la CRUE y tenía que sentarme a negociar. Entonces el problema era que España no tenía dinero, pero tenía que seguir defendiendo los intereses del conjunto de las universidades.
¿Pensó en algún momento en dejarlo?
No, porque yo no me rindo. Lo único que hice fue no volverme a presentar a la CRUE, aunque la tradición es de un mandato.
¿Se ha visto muchas veces sola en un mundo de hombres?
En la CRUE, por ejemplo, hubo un momento en el que era la única rectora en más de 50 universidades. Lo que pasa es que no tengo un carácter agresivo. Yo voy por lo bajinis. Nunca he sido agresiva, por eso no soporté el Parlamento.
Esa fue su segunda experiencia en gestión. De los órganos de Gobierno de la Universidad de Málaga al Ejecutivo de la Junta de Andalucía. Ha sido muy crítica con lo que se encontró.
Yo estaba convencida de que era otra cosa, de que el Parlamento funcionaba como el Consejo de Gobierno de la universidad. Cuando llegaba al Pleno pensaba: "¿De quién hablan? ¿Están hablando de mí? No entendía cómo podía ser tan duro.
¿Lo pasó mal?
Hubo veces que me montaba en el coche después de una sesión parlamentaria y me ponía a llorar. De la rabia, de la impotencia, de lo mal que me había sentido. Las preguntas que te hacen no tienen nada que ver con las que entran, todo era una bronca… Yo me levantaba a las seis de la mañana para estudiarme todos los sistemas educativos que había en el mundo mundial para ver qué podíamos hacer, pensaba en los programas, en la gestión, pero eso era otra cosa.
"Hubo veces que me montaba en el coche tras de una sesión parlamentaria y me ponía a llorar. De rabia, de impotencia, de lo mal que me había sentido"
¿Cómo llegó a ser parte del Gobierno de Susana Díaz? Nunca había estado vinculada políticamente a ningún partido.
Como mujer había destacado, tenía una trayectoria. Conocía a María Jesús Montero de su paso por la Consejería de Sanidad, pero no a Susana. Me una mujer muy luchadora, con muchas ganas de hacer cosas, pero muy política, como son todos políticos. Fue ella quien me llamó por teléfono. Yo estaba en una reunión, me dio unas horas para decir algo y acepté. Pero desde el primer momento me di cuenta de que no era lo que yo creía.
¿Pensó que podía cambiar las cosas?
Claro. Cuando visitaba colegios y me contaba las necesidades reales que tenían, que no era ni la calefacción ni el aire acondicionado, sino los medios, el profesorado, la reducción de cursos… Pude trabajar en alguna de esas cosas y, sobre todo, descubrir la entrega que hay. Hay un profesorado de una calidad increíble.
Hubo un sitio que me entusiasmó especialmente. En la Sierra del Segura hay 41 pedanías, está todo desperdigado y hay muchas escuelas rurales. En una de ellas, había solo tres niños, dos eran hermanos. Conocí a la madre de aquellos niños y le pregunté por qué no quería llevarlos a la escuela del pueblo de al lado. Me dijo: “Mi marido cuida esos almendros que hay ahí. Yo vivo en la casa que era de mi madre. Si nos vamos, tendríamos que buscar un trabajo que no hay, una casa”. Y, por si fuera poco, me preguntó algo que me llegó al alma: “¿Por qué mis hijos no van a tener las mismas oportunidades que nos demás? ¿Por qué no pueden quedarse aquí? ¿Por qué tienen que ir por una carretera de curvas un hora y media con la nieve para ir a la escuela?”. En ese momento, le dije que no se preocupara, que sus hijos iban a tener su escuela rural. Y quité ni una. Pero tuve que estar a pie de calle para verlo, si no conozco a esa mujer, en mi despacho sentada, habría cerrado todas las escuelas porque económicamente es una ruina.
¿Acabó desilusionada con la política?
Totalmente. Yo no quise saber más de la política.
Y si volviera atrás, ¿volvería a aceptar?
Creo que sí. Yo siempre digo que siempre se aprende, a lo largo de toda la vida estás aprendiendo.
¿Se llevó algún amigo?
Sigo teniendo relación con María Jesús Montero. No somos amigas, pero mantenemos el contacto.
En lo profesional, ¿se ha quedado con las ganas de hacer algo?
La verdad es que no. Bueno, primero quise ser bailarina de ballet y fui autodidacta. Mi madre decía que empecé a andar antes de puntillas que normal. Me encantaba, pero en aquel entonces no tuve oportunidades. Después, cuando empecé la carrera, quise ser Premio Nobel.
¿Ha sido muy autoexigente consigo misma?
Siempre me he autoexigido, pero no me he enfadado conmigo misma cuando no lo he conseguido ni me he deprimido yo. Siempre he sido muy positiva. No optimista, sino positiva en el sentido de sacar de lo malo un poco de bueno, que bastante hay.
¿Qué pensó cuando le diagnosticaron cáncer?
Le dije a mi marido que no se preocupara, que de esa no me voy a morir. Mi primera reacción fue decir: “No me voy a morir de esto”.
¿Cómo fue afrontar esa enfermedad?
Con naturalidad. Aunque, la verdad, tuve suerte.
¿Sintió miedo?
No sé si miedo, porque estaba tan segura de que de eso no me iba a morir… Mi oncólogo, Emilio Alba, es como Dios para mí. El cáncer suena muy mal, pero se pasa, se pasa.
¿Cómo es su vida ahora?
Tengo una vida muy ocupada. Voy a todas las conferencias que me invitan, sigo teniendo mucho contacto con la universidad. Salgo todos los días por el paseo marítimo, pero algunos días tardo más porque me entretengo con todo el mundo. No me aburro, no me aburro.
¿Se arrepiente de no haberte retirado antes?
No, hay que descubrir todas las vidas.
Dice que se siente paleña, aunque nació en Madrid, su familia es de Palencia y vivió en Canarias antes de llegar a Málaga.
Me siento malagueña y paleña. Muy paleña porque me encanta El Palo. Se parece mucho a Palencia, es muy pueblo, muy cercano.
Pero El Palo, como toda Málaga, ha cambiado muchísimo en los últimos años. ¿Cómo vive esa evolución de la ciudad?
Ha cambiado mucho, sobre todo el centro, el Puerto. Cuando más me gusta ir es el sábado por la mañana, porque hay menos gente. El resto del tiempo está lleno de turistas.
Hay un debate abierto sobre la gestión del turismo y el modelo de ciudad, ¿qué piensa?
Tengo claro que hay que controlar el alquiler. Conozco a gente que se dedica a eso y no es que estén montados en el dólar, es que están montados en el superdólar. Ahora no encuentran piso ni los estudiantes en Teatinos, hay que tomárselo en serio. Una cosa es que necesitemos el turismo, pero hay otras opciones, ir a un hotel, a una pensión. Málaga me parece menos habitable, el centro se ha hecho invivible. Conozco gente que han tenido que dejar sus casas. Me parece muy bien que tengamos zonas como el Muelle 1 preparadas para los turistas, pero que se concentren ahí y no me vengan a El Palo.
Pero a esta zona también llega la gentrificación. Pedregalejo, por ejemplo, está cada vez más llena de franquicia mientras cierran los negocios más tradicionales.
Sí, claro que en El Palo hay turistas, pero no salen aquí. Cogen un autobús y van al centro. Es lo bueno que tiene todavía.
También hay debates sobre proyectos como la torre del Puerto.
Yo no entiendo por qué queremos hacer esas cosas. Nueva York sin sus rascacielos no sería Nueva York, hay sitios donde parece que tiene que ser eso. Pero otros no. Tenemos que ser capaces de identificar lo que nos va a nosotros, lo que nos gusta. Y a mí las torres no me gustan, no me dicen nada. Se lo he dicho hasta a Paco de la Torre. No me gustan.
¿Cuál cree que es el principal reto que tiene Málaga?
Extender la ciudad a los barrios. Estamos muy orgullosos de tener el centro que tenemos y a la gente le impresiona. Recuerdo unos coreanos que decían que qué limpio estaba. Pues esa limpieza del centro también la queremos en los barrios. Que la atención que se le presta al centro sea la misma que a otras zonas. No se puede abandonar el Teatro Romano, los museos de Málaga que son una joya y una gran apuesta. Es bueno que eso que decían de la Málaga la de las mil tabernas y las cuatro librerías esté cambiando. La Málaga cultural está haciendo un gran esfuerzo y es extremadamente importante, pero que la cultura hay que llevarla hacia afuera también, hacia los barrios.