Mucha gente desconoce que el abuelo de Dan Aykroyd, Maurice James Aykroyd, era parapsicólogo y de ahí las magníficas retahílas pseudocientíficas de la genial Los cazafantamas, uno de los mayores y más perfectos blockbusters de los ochenta y, posteriormente, convertida en cinta de culto por legiones de fans en todo el mundo. De hecho, pocos largometrajes han sido capaces de mantener un éxito sostenido en la venta de merchandising a lo largo de varias décadas, en parte por contar con uno de los logotipos más reconocibles de la historia.
Curiosamente, la leyenda de Los cazafantamas se ha cimentado durante los años con solo una película realmente redonda, algo sumamente meritorio. La secuela de 1989 estaba bastante lejos de ser perfecta, aunque poseía ideas brillantes como el terrorífico Viggo el Cárpato (cuyas líneas eran sencillamente geniales) y los ríos de ectoplasma que se nutrían de toda la ira y la violencia de la ciudad de los rascacielos.
Aunque la leyenda urbana de una tercera parte con todo el equipo original, incluyendo a Ivan Reitman en la dirección, corrió durante años por internet, lo cierto es que nunca llegó. Eso sí, tuvimos a cambio un videojuego notable llamado Ghostbusters: The Videogame que, en teoría, reciclaba el guion de aquella tercera parte que nunca tuvo lugar. Mucho más tarde llegó (en 2016) Cazafantasmas, dirigida por Paul Feig y con un ecléctico elenco femenino en una película con poco que destacar, seguramente innecesaria, y que no fue un completo descalabro por la popularidad de la fascinante mitología creada por Aykroyd, Ramis y Moranis en la primera mitad de los ochenta.
Por suerte, Jason Reitman, hijo del realizador de las dos primeras entregas (y un director tan accesible en su estilo como excelente en la ejecución), devolvió la saga a donde se merece con Cazafantasmas: Más allá, un muy respetable reboot encubierto en el que se mezclaban dos generaciones -probablemente tres- de cazadores de espectros, que rescataba el terror suave pero constante de las dos entregas originales y que incluso brindaba momentos realmente efectivos en lo emocional (esa aparición de Egon Spengler), fallecido también en la vida real, sin recurrir a trucos de artificio ni a escenas lacrimógenas de corte previsible.
Tres años después de la última y notable entrega llega a los cines Cazafantasmas: Imperio helado, dirigida por Gil Kenan, en una apuesta arriesgada, ya que no hay ningún apellido Reitman tras las cámaras, aunque sí como coguionista, donde tenemos a Jason. La aparición de Aykroyd, Hudson, Murray y Potts aseguran las entradas de los nostálgicos, por supuesto, además de la vuelta a Nueva York, eterna coprotagonista en las dos películas originales.
Frozen Empire, título original, quiere contentar a todos y el resultado es la falta de identidad. Desea crear nuevos fans, pero los momentos que mejor funcionan -irónicamente- son los homenajes a la cinta de 1984, que solo los mayores de treinta entenderán. El inicio es atropellado e innecesariamente ruidoso y el nudo es una mezcolanza de ideas unidas con ritmo aplomado y secundarios cohesionados con pereza. Objetos poseídos, monstruos de malvavisco en miniatura, fantasmas amistosos y un buen montón de situaciones y planteamientos que intentan dar empaque y se antojan inconexas e innecesarias al espectador.
Por suerte, hay remontada en el tercio final, cuando la película se vuelve oscura y nos recuerda por qué hemos entrado en la sala. La congelación de Nueva York a lo Roland Emmerich es interesante y devuelve el estímulo a una película cuyas mayores virtudes son el elenco de actores de la bilogía de los ochenta, el respeto a la música original de Elmer Bernstein y la recuperación del espíritu de la anciana de la biblioteca de la ciudad. Eso sí, esa escena es maravillosa. El objeto místico en torno al que gira la historia es creíble y el villano final está a la altura en la parte plástica.
Imperio helado falla como blockbuster, aún teniendo sus momentos de lucidez, pero más aún lo hace al usar una marca tan icónica y con tanto valor agregado en el título. No solo echamos de menos (y mucho) a Harold Ramis, sino también una mano más involucrada de cualquiera de los Reitman. Queríamos calidad y nos han dado cantidad.