El silencio es una de las mejores herramientas para la contemplación de Dios. Solemos entrar en la iglesia y habitar en los cultos de nuestras hermandades llenos de ruido. Ruido mental, ruido en el corazón y sonidos. En un entorno ruidoso la concentración es más difícil y ya no hablamos de la oración y el recogimiento. Hemos aprendido a reír con los ojos más que antes, a vivir con las bocas tapadas y a someter nuestros abrazos y gestos de cariño a un autocontrol férreo pero no hemos aprendido a vivir en silencio cuando la ocasión lo requiere.
El silencio como método de no agresión, como forma de respuesta ante la ofensa o simplemente como objeto de paz interior. Hemos perdido los silencios porque es más vistoso el que más grita, el que habla primero aunque mienta canallescamente o el que se expresa con un don de palabra que raya en lo exacerbado. Los silencios son tramos necesarios entre palabras, oraciones y párrafos. Son huecos imprescindibles en nuestro discurso y son significativos en el lenguaje corporal.
El silencio no es condescendencia, ni otorga validez a las palabras de otro, ni es peyorativo. El silencio es un verbo infinito con multitud de significados. El silencio también es oración y nuestras hermandades tienen aún una asignatura pendiente con los silencios en los cultos y en las oraciones en las que participan. Aunque de un tiempo a esta parte los cultos se refinan en disposición de cera, flores y las albacerías muestran un gran trabajo, todo queda en nada si no hay contenido y no tener contenido es también (entre otras muchas cosas) aprender a estar ante la presencia de Dios. Eso también es labor de la hermandad. Somos iglesia, aprendamos y enseñemos el comportamiento correcto en un lugar sagrado y no olvidemos el lenguaje del silencio.