Hace un año, en un Sábado Santo, caminaba con mi madre por el Paseo del Parque. Ese día en el que los que anduvimos por el suelo de Málaga nos tomamos un respiro, mi mamá señaló al suelo una alfombra de pétalos naranja que cubría el suelo por completo y dijo, en sorpresa, si aquello era barbatusca

Verán, mi madre es de un lejano pueblo llamado Ocaña, en un lejano departamento llamado Norte  de Santander, en un país llamado Colombia. Cada vez que llegaba esta semana, viajaba de niño para ver sus pequeñas procesiones en un pequeño Renault tan rojo como la faraona de un bandolero de Zamarrilla.

Recuerdo que al subir por la carretera, las flores naranjas de ese árbol caían desde la altura como una petalá hecha por la madurez de una primavera tropical. Entonces toda mi familia se bajaba del coche y entre todos recogíamos los pétalos con el propósito de comerlos: sí, era una petalá para el paladar. Como dicta la tradición, es que como florece en Semana Santa, la carnosidad de dicha flor remplaza la ingesta de carne y por ello los ocañeros le llaman con cariño su maná. 

Años después por las desventuras del tiempo y el espacio, terminé en Málaga tras naufragar trescientos sesenta y ocho días en océano de incertidumbre. La marea de una pandemia de la que no se sabía hacia dónde se dirigía hizo que echara anclas entre trámites y burocracia, viendo la desembocadura del Guadalmedina como si fuera el final de un río de quizás.

Por aquel entonces, siendo Málaga esa procesión de silencio de un futuro incierto, recorría la ciudad tratando de entenderla y leerla como muchos inmigrantes que llegan a sus márgenes fenicios. En una de esas tempranas noches donde la misma burocracia me obligaba a dormir temprano, encontré en el costado de la Iglesia de Santo Domingo a una Virgen pálida que se llamaba Dolores y con ella empecé un camino de exploración por una ciudad. Pronto me di cuenta de que para alguien tan tangencial como yo, la mejor forma de leerla era por los renglones de sus cofradías, imágenes y gotas de cera tatuadas en el suelo. 

¿Y qué no es Málaga sino una señora de mil aristas a la espera de ser leída entre su historia de alegría, dolor y fuego? ¿Y quién era yo sino un inmigrante más, perdido entre los papeles de algún funcionario esperando algún día volver a tener identidad? Pues era un curioso que había encontrado entre tronos y miradas, nuevas formas de leer la ciudad y sus barrios.

Durante esos meses en los que seguía siendo el sujeto anónimo que siempre he sido y que me ha permitido recorrer el mundo casi sin ser percibido, leía sobre esas esquirlas de ciudad y su morfología: de cómo en el corazón de la Trinidad hay un rey que hace mover el aire con su paso o de cómo en El Perchel hay otro con piel de escamas y cincel que regala al viento su último respiro.

Cada imagen, -pero más allá-, cada cofradía y hermandad que leía e investigaba, se terminaban transformando en una carta de navegación por esta ciudad en la que había llegado siendo náufrago. La forma en la que se forja comunidad detrás de enormes puertas de una tipología arquitectónica que aún no se termina de inventar o en la que un barrio decide por unos días al año reclamar una nueva vecina me permitieron darme una mirada de ciudad a través de una semana de amores y odios.

Incluso recuerdo aquella Semana Santa de tronos armados detrás de esas enormes puertas como una oportunidad para que, guiado por un mapa, practicara en mi cabeza los recorridos para explorar esta señora llamada Málaga. 

Entonces, doce meses después, llega. Cada día de esa Semana Santa eran las oposiciones a las que por puro gusto y curiosidad me había preparado. Apenas vestido para no hacerme notar como siempre lo he hecho alrededor del mundo, volví a lanzarme al mar. Esta vez, no a un mar de incertidumbre como en el que había naufragado, sino en un mar de certezas y me dejé llevar entre los malagueños buscando y encontrando no solo la ciudad, sino a mí mismo.

Recorrer las calles de Málaga cobró un sentido completamente distinto cuando en mi cabeza de arquitecto podía imaginar sus anchos y curvas con los tamaños de los tronos que por ahí pasan, o de su nomenclatura cincelada a costa de itinerarios serpenteantes que tantas vírgenes y cristos suntuosamente desfilan por sus esquinas.  

Recordaba en aquella semana como cientos de leguas atrás aprendí a moverme por su pueblo entre multitudes y ciriales para poder ver una procesión. Era una de las más entrañables actividades de mis vacaciones como niño: zigzaguear entre San Agustín y Santa Ana, treparme por el Viacrucis de Cristo Rey, esperar a que saliera la Verónica porque se llamaba como ella se llama. Fue, de hecho, la primera oportunidad documental que registré con mi primera cámara fotográfica cuando me metí en los cuartos de una ermita a ver cómo le ponían flores al Santo Sepulcro.

Callejonar aquel pueblo fue el detonador de mi pasión explorando lejanas ciudades en el mundo como un sujeto anónimo, como un nazareno sin capirote pero con mochila al hombro. Ahora, arrojado a la calle malacitana, recorría esa alfombra democrática donde todos nos encontramos: pobres y ricos; nativos e inmigrantes; indiferentes y conmovidos, y me encontraba aquellos barcos fantasma con mástiles de cera que miran al mundo con dos vacíos en sus pupilas. Esa calle con renglones de varales, cuyas palabras eran los rostros de los hombres y mujeres de trono y cuyo lenguaje, es la sílaba pronunciada entre un martillo y una campana. 

Esta semana hace que se conecten mis travesuras de niño, la pasión por la fotografía, mi interés en crear mapas, mi curiosidad por el patrimonio, pero sobre todo, las relaciones de amistad que nacen esquina a esquina con los de aquí, como si fuera uno de los náufragos rescatados del Gneisenau. A pesar de mis creencias (o mejor dicho, mi ausencia), en mi forma de percibir el mundo o de ser nómada en él, he encontrado en la Semana Santa un atlas de identidades. 

Ese Domingo de Resurrección y con el Capuz ya de regreso en San Julián, me he sentado en la mesa con mi madre. Ella que no conoce la palabra prudencia, había recogido con sus manos los pétalos de barbatusca que nos habíamos encontrado en el Paseo del Parque y hemos preparado una de esas arepas que sólo se dan en el pueblo.

Posiblemente haya sido el maná de Semana Santa más septentrional que se haya preparado y que si lo llega a contar con sus antiguas vecinas, capaz ni le llegan a creer, así como mis amigos malagueños no creen que esas flores puedan comerse. Pero en intentar explicar la verdad nos queda la enorme duda de cómo una semilla de aquel árbol terminó sembrada en el corazón de Málaga y que más de un siglo después, había comulgado en la memoria de un inmigrante cofrade, pagano y náufrago. Uno, que ha encontrado en el universo de esta semana, una forma de conocer su nueva ciudad.