Este eslogan ha sido uno de los más acertados, reconocidos y premiados en la historia de la automoción. Lo creó una agencia para una conocida marca en el año 2000. Lo acompañaba un video en el que sólo se veía una mano, la del conductor, que surcaba el viento desde la ventanilla mientras sujetaba el volante con la otra, con los campos de trigo al fondo. Era la representación de la libertad que implicaba conducir, conociendo paisajes, poblaciones y gentes a través de ese invento llamado automóvil, que tanto ha cambiado la vida de las personas desde principios del siglo veinte. He de reconocer que el nombre de esta sección de opinión y de mis programas de motor en medios de comunicación viene de aquella época, con la que me siento plenamente identificado.
Empecé a conducir en 1982 y desde el primer momento me aventuré a conocer lugares alejados de mi ciudad que me hicieron más tolerante, curioso por conocer gente nueva y adicto a los viajes en automóvil, porque cada vez necesitaba ir más lejos. Mi fiel compañero de viaje era un mapa que cada año tenía que cambiar, casi al ritmo que cambiaban las carreteras de los años ochenta, abiertas a una democracia incipiente, en un país en construcción para ponerse al nivel de Europa.
En esa época no existían autovías ni circunvalaciones y las poblaciones se cruzaban por el centro urbano. Me encantaba pararme en un bar de Valdepeñas de camino a Madrid. Su entrada estaba flanqueada por una cortina de tubitos de plástico habitual de la época, para frenar a los mosquitos en verano, aunque recuerdo que en ese viaje, en un mes de abril, hacía un frío que pelaba, cuando en abril todavía hacía frío de verdad. En el bar, muy pequeño, con una barra que no tenía más de dos metros, se agolpaban señores mayores que sorbían el ardiente café con una copa de anís esperando. Todos saludaban amablemente e incluso alguno me preguntaba que a dónde iba. Notar cómo otro acento me susurraba al oído era algo que me encantaba y que me hacía ver que ya no estaba en Andalucía. Solo por esa simple interacción ya merecía la pena el viaje, porque la cercanía de la gente, poco acostumbrada a ver jóvenes con 18 años de fuera de su pueblo, era conmovedora.
Ese viaje lo hice con un Renault 5 TX, el primer R-5 con una caja de cambios de cinco marchas, con un motor de 1400 cc y una potencia de 61 CV. Me acompañaba mi amigo Fernando y nuestro destino era el circuito del Jarama en Madrid, para ver la carrera del mundial de motociclismo. Ahora que muchos conductores dicen que 150 CV es lo mínimo para ir seguro en una autovía, nadie se quejaba en aquella época y con aquellas carreteras de tener sólo 60 CV. Por supuesto, nada de ABS, control de tracción, control de estabilidad, aire acondicionado, airbags ni nada que se le pareciera. Por no tener, no tenía ni dirección asistida, algo de ciencia ficción en la época, ni elevalunas eléctricos. Y el teléfono móvil era simplemente impensable. Eso sí, nuestro equipamiento más apreciado era el radio cassette, que nos permitía oír durante las siete horas de viaje a Supertramp, porque las emisoras de radio de la época tenían tan poca potencia y las antenas de los coches tan mala recepción, que no las podías oír en marcha.
Hoy día podemos hacer ese mismo viaje en cuatro horas y media sin paradas, porque la autonomía de los coches actuales lo permite. No hay que pasar por las poblaciones de camino al destino porque todas tienen vías de circunvalación y si tienes que parar, las atestadas áreas de servicio, con camareros que ni te miran a la cara, están para que descanses un poco.
Después de 42 años conduciendo, ahora, cuando voy de viaje, intento pasar por el centro de esos pueblos que tantos momentos buenos momentos me dieron, porque, a pesar de todo, me sigue gustando conducir.