Hacia los seis años de edad siempre tuve claro que de mayor quería ser fontanero. Me fascinaba ver cómo un señor reparaba las tuberías de nuestra casa cuando alguna perdía agua. Y recuerdo perfectamente ese típico olor del que se impregnaba todo después de usar el soplete para fundir cobre y realizar su trabajo. Cuando el fontanero llegaba, me sentaba junto a él y, con la mirada fija en lo que hacía, lo cosía a preguntas sobre su trabajo. No había ordenador, ni video consola y no todos los hogares tenían televisor.

Por aquella época, mi tío empezaba a ponerme sobre sus piernas en los carriles de la finca familiar y me ayudaba a coger el volante, que era inmenso, de su Seat 600. Aún hoy en día me lo sigue pareciendo, y más para un niño de seis años de entonces. Al principio sólo veía delante de mis narices un gran aro y un minúsculo cuadro de instrumentos en forma de gajo de naranja. Yo era tan pequeño que no podía ver por encima del salpicadero, pero para un renacuajo de esa edad y esa época, finales de los sesenta, era una experiencia realmente única.

Tuvieron que pasar casi dos años de paseos ocasionales por la finca con mi tío hasta que alcancé a ver algo a través del cristal. En cuanto empecé a ver por dónde iba fue como empezar de nuevo, como si fuese otro coche, como si fuese otro volante. Se abría ante mí un mundo nuevo, en el que yo era el que ‘mandaba’. Ya podía comprobar que girando ese enorme aro que tenía a la altura de mi cara, el coche cambiaba de dirección en consecuencia. Simplemente, lo dirigía por donde quería.

Ya no iba a ser fontanero. Sólo quería conducir coches. Siempre y a todas horas.

A partir de quinto de EGB, ahora primaria, todos los de mi generación tuvimos una asignatura de inglés. Uno tras otro, los profesores intentaban que aprendiéramos algo, pero hacíamos de todo menos hablar. Horas y horas de gramática inglesa a lo largo de meses, con algo en común: apenas había prácticas de conversación. No hablábamos inglés. Todo era estudiar verbos, sus conjugaciones, vocabulario y mucha, mucha gramática. Pero de hablar, ni papa. En las vacaciones del 79 en la playa, con quince años, ligué con una chica inglesa y aprendí más inglés que en diez años de colegio. Sólo fueron quince días, pero me di cuenta que practicar era lo más efectivo.

Algo parecido ocurrió unos años antes cuando mi madre insistió en inscribir a su Carlos en el conservatorio de música de Málaga para que fuera un gran concertista de piano. Por aquel entonces, Casio no fabricaba pianos electrónicos de 400 euros como los de hoy, por lo que, si querías tocar uno, debías tener en casa un piano de cola de cuatro metros, además de un chófer, dos personas de servicio y un jardinero. Y ese, desgraciadamente para mis metas musicales, no era nuestro caso. Así que estuve tres años liado con los pentagramas, pero sin rastro del piano, sólo el que mi madre alquilaba para mí por horas en una sala del conservatorio de Málaga. Al final, la profesora, una señora tan mayor que siempre pensé que estiraría la pata durante una de las clases, al ver mis modestos avances, insistió con acierto para que me dedicara a otros menesteres.

El inglés y el piano son dos ejemplos claros de lo importante que es la práctica para mejorar, en cualquier ámbito. Os podría soltar a partir de ahora un artículo lleno de tecnicismos, razonamientos de física y múltiples datos para ayudaros a conducir mejor. Os relataría, con todo lujo de detalles, cómo solucionar esta o aquella situación de emergencia al volante que os puede sobrevenir en vuestros desplazamientos, pero sería como estudiar piano sin tener uno, o querer aprender inglés sin hablarlo.

Sólo se aprende a conducir conduciendo. Así de fácil… y de difícil. Se mejora la conducción al practicar una y otra vez, y después, sólo después, se empiezan a comprender las razones, la teoría de por qué se hacen las cosas de un modo o de otro y por qué ocurre lo que ocurre. No nacemos para conducir. Nos hacemos como conductores durante toda nuestra vida porque siempre seguimos aprendiendo, aunque algunos no quieran seguir haciéndolo cuando llevan años al volante.

Cuando imparto cursos de perfeccionamiento a quienes quieren mejorar al volante, hay dos tipos bien diferenciados: los que tienen mucha experiencia y los que tienen poca, así de simple. Digamos que más de veinticinco años al volante para los que tienen mucha y menos de cinco para los que tienen poca. Del trato continuado con ambos tipos de conductores saco una conclusión: mientras más años lleva uno al volante peor se conduce, aunque debería ser al contrario, ¿o no? Es obvio que existe otro gran grupo, el que está justo en medio, menos relevante en su comportamiento porque son más neutros y no tienen ni las cualidades de los jóvenes ni los vicios de los maduros.

Un conductor con años de experiencia tiene sus capacidades sensoriales trabajando al mínimo, es decir, para que nos entendamos, ha hecho tantas veces lo mismo y durante tantos kilómetros, que su mente está como en suspenso, en stand by. Sí, preparado, pero con un tiempo necesario para ‘arrancar’. Un tiempo a veces demasiado largo. Sin embargo, es menos propenso a buscar los límites de la conducción, simplemente por la edad y por lo que todo ello supone, como familia, seguridad, rutina y, sí, cómo no, también por las multas que se pueden acumular. Por el contrario, un conductor joven con pocos kilómetros al volante tiene todos sus sentidos en alerta, atentos para recibir nuevos estímulos y sensaciones; en definitiva, está más preparado para lo imprevisto y le gusta explorar a veces esos límites.

La pregunta es obvia: ¿Cuál de los dos conduce mejor? Mis años analizando la conducción y ayudando a mejorar a muchos conductores me dan la respuesta: los jóvenes con al menos cinco años de experiencia son mejores al volante. Antes os explico que ser mejor al volante es solucionar correctamente las situaciones de emergencia y aplicar una solución dinámicamente correcta, aquella que resuelve con éxito alguna complicación que nos surja. No nos confundamos, porque ser más respetuoso con las normas o tener menos multas no indica ser mejor conductor. Es más, mientras más capacidad se tenga al volante, probablemente más te multen, porque te apetecerá comprobar tus límites. Y si eres un manta, quizás no te multen, pero a veces serás un estorbo en la carretera. Podríamos decir que el joven es mejor conductor para resolver la incidencia en el momento que está ocurriendo y el experimentado es mejor conductor a la hora de anticipar y prevenir esa incidencia justo antes de que suceda. Obviamente, el conductor con mayúsculas sería el que suma esas dos cualidades, pero ese es un grupo reducido, desafortunadamente.

A colación de esto de la teoría o práctica, cuando tenía doce años, mi abuela solía subirse a la derecha en la furgoneta que teníamos en la finca de la familia que servía para el transporte de los vegetales que se recolectaban. Iba murmurando, mientras se sujetaba con el asidero del techo, cosas como “niño, no subas por esa cuesta tan empinada, ten cuidado con ese barranco, da la vuelta y bajemos a casa. Cuándo hará este niño cosas propias de su edad”. Ella, en su inmensa bondad, se subía a mi derecha, a medio metro de mí, para estar presta a cualquier incidente desde el asiento del copiloto, sin haber conducido jamás un coche. Y mientras bajábamos por la tremenda pendiente del carril de tierra de nuestra finca, con la furgoneta cargada de tomates hasta el techo, me giraba hacia ella para espetarle, con una sonrisa maliciosa: pero abuela, ¡si tú no tienes carné!