En los escasos 200 metros que tiene la calle Doctor Muguerza Bernal, en La Palmilla, hasta tres personas se excusan cuando les preguntas cómo ven el barrio asegurando que no viven allí. La primera solo va por la zona “por las mañana para hacer la compra”, la segunda está “de paso” y la última no puede decir “mucho” porque únicamente va “a trabajar”.
Podría ser una simple coincidencia, pero las calles están llenas en una de las zonas más pobres de España, donde se calcula que cerca del 70% de sus 30.000 habitantes están en paro. Aunque pueda parecer casualidad, no es cosa del azar, es el reflejo de la estigmatización que pesa sobre ellos.
“Tenemos el nombre puesto: somos Palma Pamilla. Y cuando lo dices, empiezan los problemas”, afirma un vecino del barrio “de toda la vida”. El hombre, que tiene poco más de 40 años, cuenta que tiene cuatro hijos “y nietos” y lleva unos meses en paro. “He hecho varias entrevistas, pero cuando ven que soy de aquí, se acabó. La última era para un puesto de peón y tengo experiencia. Empezaron preguntándome qué sabía hacer, hasta que me dicen que tengo un acento raro. ¿Qué quieren saber? ¿Si soy gitano? Pues sí. Lo que hay es estigma, mala reputación”, narra.
“Tenemos el nombre puesto: somos Palma Pamilla. Y cuando lo dices, empiezan los problemas”
Tomás Pérez Benz lleva décadas trabajando en el barrio, desde que su padre, uno de los impulsores del PTA, se afanó en encontrar la manera de que todo el conocimiento que emergía del centro tecnológico se plasmara en la sociedad. “Era un hippie”, recuerda. Profesionalmente se dedica a la asesoría en el sector de la innovación, pero parte de su tiempo lo pasa en La Palmilla enfrascado en un proyecto para mejorar la empleabilidad y paliar el analfabetismo digital.
Él constata lo que se intuye en las calles y los vecinos acaban reconociendo: que cuesta decir que se es del barrio. “La mayoría de la gente es normal, muy currante, pero hay mucho prejuicio. No puede ser que en una entrevista de trabajo digan que son de La Palmilla y se echen para atrás. Aquí hay gente cualificada, responsable, formal. Tampoco se entiende que hoy en día un niño llegue a un instituto fuera del barrio y que cuando se enteran de que es de aquí empiecen a verlo todo complicado”, asegura.
Este otro ejemplo parece inverosímil, pero surge sin buscarlo en otra conversación con una familia de la zona que optó hace unos años por llevar a uno de sus hijos a otro colegio. “Primero empiezan a decirte desde Educación que por qué solicitas un centro de otro barrio si aquí hay uno, cuando son ellos mismos los que ofrecen la posibilidad de elegir libremente dónde inscribir a los niños. Luego te encuentras que a los cinco o seis niños del barrio que llegan, los meten en una misma aula, juntos, sin que puedan relacionarse con nadie. Preguntas y te dicen que ha sido por sorteo pero, curiosamente, todos tienen el mismo código postal. Si llevo a mi hijo a un instituto mucho más lejos es para que se integre, para que se relacione con otras personas que no son las que ve aquí en el parque, para que vea otra realidad”, explica la madre.
Mientras habla, reitera una y otra vez una misma palabra, “exclusión”, y no deja de ejemplificar como los cinco números - 29011- que identifican al barrio les marca como si fuera un tatuaje impregnado en su piel. A los niños, a los jóvenes que se hacen demasiado pronto adultos y a los mayores.
“Cargamos con el estigma, con el señalamiento constante”, reitera otro vecino de la barriada, que trabaja en una empresa municipal, que “solo” quiere trabajar y tener una “vida normal”. Lo que narra, por contra, dista mucho de eso.
Cuenta, por ejemplo, que un día, después de haber cobrado en efectivo, llegó al barrio y la policía lo paró en un control. Cuando los agentes vieron el dinero, le preguntaron de dónde venía y, automáticamente, infirieron que era de droga. “Aquí te preguntan dónde vas, de dónde vienes, qué van a hacer constantemente. Y yo soy una persona libre como cualquier otro malagueño y puedo ir y venir de donde quiera. Pero cargamos con ese lastre”, apostilla.
"Aquí te preguntan dónde vas, de dónde vienes, qué van a hacer constantemente. Y yo soy una persona libre como cualquier otro malagueño"
En otra esquina del barrio, dos hombres que conversan con efusividad. Cuando se les pregunta por el barrio y por las próximas elecciones municipales, no dudan en espetar que “los políticos son todos ladrones”. En las últimas elecciones autonómicas, en junio de 2022, solo participó el 21,6% de los censados en el distrito.
Para Pérez Benz, la falta de participación aparece “cuando los problemas concretos se politizan” y la gente “que lleva aquí mucho tiempo ve que sus cosas no prosperan”. En su opinión, esta desafección se puede convertir en un elemento “muy peligroso” que puede despertar al “populismo de izquierda y derecha”. “Es importante que la gente participe, pero también que vean que solucionan sus problemas”, remacha.
¿Y qué pide en La Palmilla la gente? Según el activista, “no tener que ir mirando para atrás o con el oído fino a ver si escuchan algún ruido raro”. “Los vecinos aquí buscan trabajo, una buena línea de transporte con el centro y con otras zonas porque coger el autobús aquí y trabajar en el polígono pueden ser dos horas. Lo que piden es tener una vida normal y corriente”, resume.
“Nosotros votamos aquí siempre por el alcalde”, dice uno de los señores mientras el otro hace el amago de marcharse. Pero antes de enfilar por la acera, este reconoce que Paco de la Torre no le gusta “ni un pelo”. “Lleva aquí más de 20 años, pero en el barrio no hace nada. Los jóvenes necesitan trabajo, no hay trabajo, no hay ayudas, no hay nada. Tienen una garantía juvenil y cuando se les cumple se hacen ancianos”, suelta antes de decir adiós con una sonrisa jocosa que no logra ocultar un trasfondo de hastío y tristeza.
El hombre que se queda acaba asintiendo con la cabeza. Reposado en una pared llena de desconchones que marcan el paso del tiempo y la dejadez asegura que “el barrio está destrozado”. “Es una pena porque hay jóvenes que se pierden por el simple hecho de tener sobre sí mismos el nombre del barrio”, empieza su relato desde la misma línea de salida de la que parten todos los vecinos que se han cruzado por el camino: el estigma.
“Aquí vivimos bien, el problema llega a la hora de salir fuera. Aquí hay muchísimas culturas diferentes y convivimos sin problema, los hay de todas las clases de colores y nos llevamos todos bien. El rechazo es el que nos tienen a la gente de fuera. Aquí solo queremos currar, trabajo, que es lo que hace falta”, afirma.
"Hay jóvenes que se pierden por el simple hecho de tener sobre sí mismos el nombre del barrio"
En Palma Palmilla, según Pérez Benz, hay en torno a un 12-13% de población migrante, a pesar de la idea prefijada que se pueda tener. En Málaga, el 16,7% de la población es de fuera, según los últimos datos disponibles del INE. “Es un barrio muy de tránsito. Hay muchos que llegan y si no encuentran trabajo regresan a sus países. Y no se puede hablar de un problema cultural”, apostilla el empresario.
Es el caso de una joven que aterrizó en barrio desde un punto de Sudamérica hace unos nueve meses. Afirma que vive más tranquila de lo que lo hacía en su lugar de origen, que La Palmilla es un barrio que la ha acogido “muy bien”, un barrio “muy normal”, excepto cuando hay incidentes como los del pasado sábado. Desde que llegó, cuenta, ha vivido unos cuatro tiroteos y ya reconoce el sistema que los propios vecinos establecen entre ellos para ponerse en alerta cuando “empieza a haber movimientos raros”.
Ella es la única que habla con claridad de cómo afectan estos altercados a la vida de los vecinos. Los demás, hacen oídos sordos cuando se les pregunta o se arman de excusas. “Yo he escuchado hablar del tiroteo, pero no he oído ni un tiro. Lo que le llega a la gente de lo que pasa aquí es más ruido, buscan para aprovecharse del barrio”, afirma un vecino, antes de redirigir la conversación a la necesidad de que los jóvenes de la barriada tengan un futuro.
“Aquí hay muchos jóvenes que se echan a perder, que acaban en la cárcel o enganchados por la necesidad que tienen. Porque nadie les da la oportunidad de levantar la cabeza. Hay que pensar en los jóvenes”, cuenta este hombre antes de marcharse. “Dales oportunidades y verás como así se acababan los tiroteos”, sentencia en voz baja, casi inaudible, cuando ya camina hacia delante por la acera.
Según Pérez Benz, los vecinos “tienen miedo y cabreo”. “Durante el día, la gente hace su vida, los problemas llegan por la noche y la preocupación es no poder salir a partir de cierta hora o de que tu hijo llegue tarde de entrenar y hasta entonces estés inquieto”, añade.
A su juicio, el problema de las armas no es general a todo el barrio, pero sí afecta a “un grupo de personas lo suficientemente grande como para sembrar la alarma”. “El barrio no está armado, la mayoría de la gente es normal y corriente, no tienen ni una escopeta de caza”, aseguran, apuntando a que el conflicto, al parecer, surge entre clanes enfrentados.
Una persona que conoce de cerca el dispositivo de seguridad de la zona asegura que el problema en Palma Pamilla no es “de cuatro locos que hacen ruido”. “Aquello es un caos”, afirma. Esta persona afirma que hay “mucha exclusión, mucha pobreza, pero también mucha gente muy mala”. “Hay clanes, mucho trapicheo y mucha dejadez”, señala, apuntando que la situación se repite en otras barriadas de Málaga como La Corta o La Trinidad, en el mismo centro de la capital.
Según su experiencia en la zona, como apunta Pérez Benz, por las mañanas no hay apenas problemas, pero cuando llega la tarde empiezan a proliferar por todo el barrio grupos fumando porros, consumiendo drogas o incluso niños “que son pilotos de motos de cross”.
En su opinión, las fuerzas de seguridad están constantemente presentes en la barriada, pero son los propios vecinos los que no quieren que esté allí. Tras el último incidente, los vecinos integrantes del plan comunitario Proyecto Hogar han pedido públicamente "una actuación efectiva para erradicar las armas de fuego" ante la gravedad de la situación.
De ahí proviene el cabreo del que habla Pérez Benz. “Esto lleva mucho tiempo así y no se ha hecho nada para ponerle solución”, afirma. En su opinión, esta podría alcanzase si se hacen dos cosas. La primera es una inmediata y pasa por poner fin a las armas, lo que implicaría a su juicio un cambio de estrategia. “La policía hace lo que les mandan, pero la realidad es que hay armas que no están legalizadas y no pueden estar en el barrio. No hay tantas como se quiere creer, pero hay un grupo que las tiene y genera problemas”.
La segunda es a medio y largo plazo y pasa por desplegar una estrategia social continuada desde el corazón del barrio. “Los niños no puede crecer viendo que esto es normal”, ejemplifica. Por el momento, en el horizonte es difícil vislumbrar la luz.