Manolo Martín lleva casi 48 años rodeado a diario de zapatillas, tacones y mocasines. Su profesión es una de esas que están a punto de desaparecer, y su negocio, ubicado en la calle Vivaldi de la barriada malagueña de La Paz, tiene ese punto añejo y tradicional tan en extinción: es zapatero. Pero no un zapatero cualquiera, sino de los de “toda la vida”, de esos que se dejan la piel a diario sea cual sea el trabajo al que tengan que enfrentarse y cuyos clientes ya son "familia".
Arrancó su carrera formando parte de una sociedad en la que varios socios compartían tres talleres de zapatería. Uno en Puerta Blanca, otro en El Palo y el suyo, en La Paz. Por circunstancias de la vida, expresa, “cada uno tiró por su lado” y él pudo seguir recorriendo camino en solitario. “Uno murió y el otro se jubiló, creo recordar. Así que sí, soy el último superviviente”, confiesa el hombre, que atiende a este periódico entre cliente y cliente, porque afortunadamente no le falta el trabajo.
Aunque lleva casi cinco décadas como profesional, a sus 72 años aún no se ha jubilado y, de momento, no tiene plan de hacerlo. “Amo mi trabajo”, expresa el hombre, que viene de familia de zapateros. Cuando solo tenía diez o doce años y apenas era un crío, ya se "quedaba con la copla" viendo trabajar a sus primos, que le mandaban a "hacer cabos", que vienen a ser los hilos de cáñamo que se usan para coser la suela de los zapatos. "Había que escupirle, encerarlo...", recuerda.
Sin embargo, aquellos primeros contactos no supondrían su comienzo inmediato en la profesión, aunque sus manos jamás olvidarían el oficio familiar. Primero pasó por sectores como el de la construcción o el de la hostelería. En Barcelona, cuenta, al finalizar su trabajo, solía marcharse al taller de unos artesanos de Badajoz "a hacer cuatro cositas" y fumarse "un cigarrito".
Martín no olvida que todo en el taller, en aquella época, se hacía manualmente, "como realmente se aprende". "Así nos iniciamos los de mi época, pero es cierto que ya no merece la pena. Tiene mucho trabajo y el personal no está por la labor. Recuerdo que al principio del negocio me traían balones de los duros, los antiguos que venían cosidos. Cuando empezaron a salir los nuevos, me dejaron como 40 balones tirados aquí, la madre que los parió, porque antes no se cobraba antes de hacer el trabajo", dice entre risas.
No le da vértigo mirar hacia atrás porque sabe que todos los pasos que ha ido dando en su carrera profesional son fruto del enorme esfuerzo que ha hecho para sacar su negocio hacia delante. Gracias a ello, ha labrado una clientela repleta de personas que son para él como "una familia".
Cree que su éxito está en que siempre coge todos los trabajos y trata de darle soluciones honradamente. Analiza si merece la pena el arreglo que solicita el cliente y le plantea todas las opciones disponibles para que este elija, aunque eso suponga que gane menos dinero.
Gracias a esta forma de trabajar, mantiene a la clientela de su barrio, pero también a otros que vienen desde Marbella, Campanillas o Puerto de la Torre. Incluso hay quienes acudían a su negocio cuando vivían en Málaga y tras trasladarse a otras ciudades, cuando vienen de vacaciones, le dejan bolsas de zapatos para arreglar que se llevan listos y preparados en su vuelta a casa.
"Mi oficio hay que amarlo. Te pasas el día entre mierda de las personas, porque la gente va pisando por la calle y la mierda que se llevan acaba en el zapatero; pero si te vas a dedicar a coger solo brevas cuando la higuera da higos, tú veras...", expresa con honestidad el zapatero.
Cada día comienza su jornada laboral minutos después de las siete de la mañana, descansa a las dos de la tarde para comer y a las cuatro vuelve a ponerse en marcha hasta las ocho y media de la tarde. Él reconoce que tiene un trabajo sacrificado, pero no le pesa. Es por ello por lo que no se ha jubilado: "Me sigue mereciendo la pena, aunque me siga llevando berrinches que para mí se quedan".
"Me cuesta imaginarme sin mi rutina. Cuando la gente está dormida, yo estoy ya trabajando muchas veces a puerta cerrada para tener los trabajos listos", sostiene. Normalmente, el dinero que gana viene de pequeños encargos y "un volumen de muchas poquitas cosas" tiene que tener un tiempo suficiente de dedicación.
Su mujer le echa una mano cosiendo algunos encargos, normalmente, dobladillos, pero es él el que realiza gran parte del trabajo que le llega a diario. "Yo estoy centrado en el calzado, pero también hago alguna costurilla básica. No soy sastre ni modisto", sostiene.
La competencia
No tiene miedo en hablar de sus "colegas" porque le apena que queden tan pocos. Alaba el trabajo de la zapatería Juan, en Carretera de Cádiz, porque su fundador era "de la vieja escuela", de los que recogen higos.
"También sé que sigue Vallejo, en la avenida de Europa o el hijo de otro zapatero antiguo en el entorno de calle Gallito. Mi sobrino tiene otro taller en Churriana, en la calle Plaza Mayor. Pero es cierto que ya no quedan de los que cogen todo, ya sea porque no saben, porque no quieren o porque no les interesa. Y eso me apena, no todos podemos ser un Míster Mint. Pero insisto, yo jamás ofenderé a mis colegas, cada uno es como es y trabaja como quiere", lamenta.
Le da a su profesión 10 o 15 años de supervivencia. "Seguirá un poco más si llega alguien que siga disfrutando de sentarse en la banquetilla y meterle mano a todo", dice, confesando que, en su caso, no cuenta con relevo generacional pese a que enseñó el oficio a su hijo, que en la actualidad, precisamente, trabaja en un almacén suministrándole materiales de trabajo a Manolo.
A la pregunta de si verdaderamente merece la pena trabajar tanto a lo largo de su vida y no jubilarse, Manolo lo tiene claro. No se priva de nada y va "donde le da la gana". Ha aprendido a disfrutar de la vida de otra manera desde que se dio cuenta de que vive en "el paraíso", su Málaga.
"Tengo a mi maravillosa familia y puedo cenar un jueves si quiero en un chiringuito. Disfruto de mis paseos, de recoger a mi nieta en el cole... Con organización, hay tiempo para todo. Habré cogido 30 días de vacaciones globales en 50 años, pero prefiero vivir así de feliz a estar loco por cogérmelas", zanja.