La Navidad ya no es igual para mí. Soy un tipo de casi setenta años que hace ya bastante tiempo perdió la ilusión por todo esto. El único que me la mantiene es el pequeño Julio, mi nieto, que en una mañana tan especial para él como es la de hoy, cuando llegan los Reyes Magos, alborotará mi salón chillando de un lado a otro, convirtiéndolo en un campo de minas en el que tendremos que esquivar pelotas, dinosaurios y peluches varios. Probablemente, sea su sonrisa lo único que merezca la pena esta Navidad.
Ring ring, ring ring
¡Apaga ya ese despertador, María! ¿Los Reyes no me van a traer ninguna mañana de descanso como regalo? ¡Solo pido eso! ¡Por Dios! — apabulló Ángel.
—Recuerda que tienes que tomarte la pastilla. Además, deja esas malas pulgas, que es el día de Reyes y hay que hacer que Julio viva lo que nosotros no pudimos — le responde María.
No me había acordado de la pastilla. Ni el cáncer me deja descansar el día de Reyes. Esta enfermedad no deja títere con cabeza. Dolores y más dolores. Esto es incesante ¿Para qué va a querer regalos? Claro que echo de menos mi pelo, mi tez morena y no amarillenta, y, no tener estas ojeras tan oscurecidas. Aunque, en estos días, por echar de menos, echo de menos hasta las peleas con mis diez hermanos por los dos o tres juguetes que nos traían los Reyes, en aquel piso pequeño de La Palma cuando nuestra madre cocinaba una buena olla de puchero que olía desde el portal del bloque. Mi infancia nada tuvo que ver con la de los niños de ahora. Ni tanta tecnología, ni facilidades para vivir. Todo lo que conseguías te lo currabas tú solito, sin ayuda.
— ¡Ángel! Deja de meditar, levántate ya y ayúdame con los regalos de Julio que me queda un paquete por envolver y tengo que ir a por el roscón de Reyes ¿O es que no te apetece desayunar?— dice María esbozando una sonrisa mientras coge las llaves para irse.
Con dificultades, Ángel se pone las zapatillas y consigue llegar al salón. Sobre la mesa, entre los regalos al lado del árbol de Navidad, un smartwatch infantil con cámara y todo. ¡Joder! Ya te digo que los tiempos han cambiado. Yo casi no sé pronunciar la palabra smartwatch con propiedad. Cuando yo era chico no pasábamos de los colores en inglés en el colegio.
Cuando se da cuenta, Ángel se queda sin celo para cerrar el paquete así que sus planes de quedarse en pijama todo el día se chafan y decide vestirse para bajar al bazar a por un rollo. A su pantalón de chándal y sudadera de tonos grisáceos añade unas zapatillas negras y bufanda y gorro, que parece que refresca bastante.
Mientras cierra la puerta de casa ve que hay un sobre rojo con muchísima purpurina en el suelo del rellano de aquel cuarto piso de El Torcal. No le da importancia, supone que a alguno de los pequeños de su vecindario se le habría caído la carta volviendo la noche anterior de la cabalgata.
Las calles aún están pegajosas. Aún queda el rastro de los caramelos. Cuando Ángel estaba dentro del bazar, buscando los rollos de celo, intuía que un padre y una hija estaban al otro lado del pasillo.
— ¡Papá!
— Dime, hija.
— ¿Tú crees que los Reyes cumplirán mi deseo de tener al abuelo otro año más? El padre se quedó en silencio y Ángel casi se emociona con la pregunta de la niña. Sabe que Julio no tiene ni tres años pero si fuese capaz de hacerle esa pregunta no sabría cómo responder: si con un ‘ojalá’, un ‘seguro que sí’ o un simple y cobarde ‘no sé’.
Volviendo a casa se da cuenta de que debe cambiar la mentalidad que tenía desde que se había levantado, tenía que ver que nunca se sabe cuándo va a ser tu última navidad en familia y cuándo podrás darle el último regalo a tu nieto. Cuando sale del ascensor, vuelve a mirar el sobre rojo y brillante. Después de la pregunta tan ocurrente de la niña en el bazar ya le picaba la curiosidad por ver qué le pedía otro niño a los Reyes.
— ¡Uf! ¡Este dolor que tengo en la pierna es insufrible ya! — resopla mientras se agacha a recoger el sobre.
Cuando entra a casa se sienta en el sofá. Se acomoda y gira el sobre para sacar el folio de su interior. Cuando mira el remitente y el destinatario se queda paralizado. En el reverso se lee: “De los Reyes Magos para Ángel López”.
— ¿Pero qué es esto? Solo hay un Ángel López en mi bloque y ese soy yo. Esto debe ser una broma — exclama mientras que saca el folio del sobre y se pone sus gafas de cerca, esas que tan feas le parecen pero que tanto le pide su vista y, para lo que le costaron, le hacen el apaño.
“Querido Ángel, desde Oriente estamos informados de todo lo que te está pasando. Sabemos que desde mayo el cáncer llamó a tu puerta y no te deja tranquilo. En este día de Reyes solo te pedimos que juegues con Julio, que beses a tu mujer y que le digas a tus hijos lo orgulloso que estás de ellos. Son un reflejo de ti. Eres un luchador y estás ganándote a pulso ser el vencedor de esta batalla. Nosotros no te perderemos de vista ni un segundo. Disfruta con todos tus hermanos y sobrinos. Sabemos que ya no crees en la Navidad ni en los Reyes, pero cree en ti y en los tuyos. La combinación de todo ello sí que es mágica. Mucho más que nosotros. Confía y lucha. Firmado: Melchor, Gaspar y Baltasar”.
Las lágrimas invaden sus ojeras. Se levanta, guarda la carta y se lava la cara. Con una sonrisa, termina de envolver el regalo sabiendo que, al fin, la ilusión por la Navidad, que parecía perdida, se mantendrá siempre en los rostros de los suyos aunque él algún día se marche.