De Francia importamos la tortilla, y jamás se podrá parecer si quiera un poco a la española. De Rusia nos trajimos el filete, aunque basta con hablar con alguien nacido allí arriba para que nos diga que no se parece en nada al suyo… pero cualquiera le cambia el nombre después de tanto tiempo. Esto mismo, por cierto, lo pueden aplicar a la comida china. El rollito de primavera cuela aquí, por una cuestión de costumbre. ¡Cuántas cenas ha salvado ese pedido a domicilio!
Pero Málaga se ha habituado en los últimos tiempos (pandemia aparte) a importar acentos en forma de arte, que han venido a completar la propuesta nacional. No sólo eso, sino que por aquello del mal del profeta en tierra propia, el Museo de Málaga llegó mucho más tarde que otras propuestas verdaderamente importantes para la Málaga de hoy, pero sin ese sentimiento de pertenencia que sí nos llega cuando paseamos por la Aduana.
Con Francia “compartimos” a Picasso, pero también el Pompidou, representado para el malagueño como un particular cubo de colores que ha terminado por ser emblema de la ciudad. Una capital que se abre al mar y se muestra como un auténtico motor del turismo, gracias a vertientes que han logrado igualar el peso del sol y playa, como ocurre con la cultura. Vale que no todos los malagueños entenderán a veces lo que se nos cuenta con esas muestras de arte contemporáneo que encierran un mensaje al que hay que saber llegar.
La semilla está puesta y el resultado, poco a poco, va calando, como calan los fondos del Thyssen y la propuesta vinculada a la pintura española del siglo XIX y principios del XX, probablemente más fácil de llegar a un ojo cualquiera, sin necesidad de explicación previa del comisario de turno. Pero de eso va esto: de variedad, siempre que prevalezca el contexto de calidad de lo que se muestra. Y esa línea es la que Málaga emprendió hace unos años, y que se ha ido completando con iniciativas que, desde fuera de nuestras fronteras, han llegado para sumar y, ya de paso, ayudarnos a aprender nombres en la lengua de Antoine de Saint-Exupéry… o en la de Putin, aunque ese en concreto no sea ni es escritor, ni artista, ni caiga bien. ¡Ni comparación con El Principito, vaya!
Del francés al ruso y tiro porque me toca, lo que sí une a Málaga con el acento de los zares es su Colección del Museo estatal ruso de San Petersburgo. No hay que hacerse 4.500 kilómetros para verlo, porque desde 2015 es uno más de los muchos espacios museísticos de la capital… aunque sea en formato reducido. Otra cosa es que el malagueño lo conozca, o que al visitante le apetezca perderse en uno de los pasillos de la antigua Tabacalera. ¿Ha estado usted alguna vez? Si la respuesta es no, sepa que no es el único, tal vez porque aquí siempre fuimos más de la tapa de ensaladilla que del repaso a la obra de Malévich, pero siempre estamos a tiempo de equilibrar tendencias.
Lo que nadie puede dudar es que la oferta de museos en Málaga ha crecido y crecido en una década, llegando incluso a provocar un debate que critica la proliferación de estos espacios y la verdadera necesidad de sumar y sumar propuestas. Y en estas, que surge la ocasión de incorporar uno más… que vuelve a hablar la lengua de Tólstoi o de Lenin.
Cuando parecía que Barcelona estaba más que posicionada para acoger una sede del museo del Hermitage, a raíz de la propuesta de sus gestores y el impulso económico de un fondo de inversión suizo-luxemburgués. Pero el gobierno de la activista (y alcaldesa) Colau vuelve a poner palos en las ruedas de su propia bicicleta. Diez años después del inicio de las conversaciones para asentarse en Barcelona, su Ayuntamiento dice no… y Málaga quiere sacar partido. Ya no se hace ni extraño eso de que la ciudad condal se pegue un tiro en el pie, provocando la dispersión de talento propio o de fuera a lugares como la Costa del Sol. ¡Siempre fuimos hospitalarios y ahora no iba a ser menos!
Cree el alcalde De la Torre que el Hermitage sería algo así como el remate al proyecto museístico emprendido hace años. Se quiere sumar a la carrera, aunque en esta prueba, de nuevo, hay barreras que saltar (convencer a la mayoría de la corporación, entre otras) y competidores a los que adelantar. Granada, sin ir más lejos, quiere aprender ruso con el Hermitage, pero los promotores preguntaron primero aquí. No hay decisión, pero hay voluntad. Y ya saben que aquí los idiomas se nos dan cada vez mejor. Veremos.