Hace ya muchos años que dejé de salir a ver las procesiones con mis padres. Puede que ese "mucho" suene exagerado, teniendo en cuenta la edad que uno arrastra a sus espaldas. No obstante, es precisamente esa proporción la que me hace pensar que una década es tiempo suficiente como para tenerlo en cuenta. Sea como fuere, el caso es que desde entonces vivo la Semana Santa de un modo distinto. Primero vinieron los amigos y luego llegó el trabajo. Entremedias, apenas unos momentos sueltos que sigo conservando como regalos de la primavera.
Con especial ahínco recuerdo cómo en 2018 coincidí con ellos el Domingo de Ramos en la esquina de Santa Lucía con Comedias. Estaban esperando a que pasara el Señor de la Humildad y el misterio afrontó la curva a los sones de En tu buena muerte. A partir de entonces, esa marcha se convirtió en la banda sonora de mi familia cada Cuaresma. Puede parecer un dato niminio, mas esa anécdota sigue actuando, a día de hoy, como ancla que me aferra a un tiempo pasado en el que las cosas eran distintas.
En aquellas noches de cansancio, en las que volvía a casa de la mano de mi padre y mi iba hermana en la sillita, mi madre sacaba a relucir su faceta de madre, intentando de cualquier manera amenizarnos el trayecto. Durante los últimos días de la Cuaresma se dedicaba a leer (y releer) un antiguo libro de historias y leyendas de las cofradías de Málaga. En nuestras particulares recogídas, esos relatos servían para iluminar un camino en el que el agotamiento se disipaba, acaparando toda nuestra atención durante los metros que separaban nuestra casa del Centro.
El Cristo del Amor durante la quema de conventos, la liberación del Rico, el manto de flores de las Penas, el misticismo de Servitas, el romero de la Esperanza... Historias archiconocidas por todos, pero que para un niño de ocho o nueve años suponían una puerta abierta a un mundo por descubrir y que marcan el devenir de toda una vida. Esos encierros intimistas servirían para asentar las bases de un sendero que años más tarde enfilaría en solitario.
Todo el camino andado es ahora pasado. Las cartas, aun estado bocabajo, ya descansan sobre la mesa. Los dados se tambalean en una danza imposible por ver qué arista acaba rozando el tablero. El tiempo ya no atiende a súplicas y enfila de manera vertiginosa la carrera hacia el futuro. "Que pare el tiempo, que pare. Que empiece el tiempo distinto", cantó Francisco Javier Segura hace casi 10 años en el pregón de la Semana Santa de Sevilla, justo cuando empecé a vivir la pasión a mis aires. Una década después, sigo pidiendo lo mismo. ¡Sal, muchacha, sal y mira…! Se llama Primavera y viene preguntando por ti…