Cuando era pequeña la felicidad se presentaba como la posibilidad de comer cuantas chuches pudiese. Ha sido el conocimiento sobre cómo opera el exceso de azúcar y la falta de nutrientes en el cuerpo humano así como la experiencia de múltiples dolores de barriga, lo que me hace hoy, no atiborrarme de dulces a pesar de mi deseo de comerlos.
Pero el conocimiento y la experiencia no sólo suponen una limitación, sino que también funcionan como motor que impulsa mis acciones hacia una alimentación sana y a hacer ejercicio.
De la misma manera, conocer cómo funciona la ciudad, los conflictos que se expresan en ella y el modo en que afectan a individuos y colectivos, nos ayuda a limitar las apetencias que puedan hacernos daño o hacérselo a los demás, y movernos a trabajar por una ciudad mejor para nosotros y quienes comparten con nosotros el espacio urbano. Porque si una cosa ha quedado clara tras la pandemia, es que el bien individual no es posible sin una cuota suficiente de bien común.
En la conferencia de clausura del último Festival de Filosofía de Málaga, José Antonio Marina expuso una de las ideas clave de su último libro Biografía de la Inhumanidad. Según esta idea, el conflicto -consustancial al ser humano- se puede abordar como enfrentamiento o como problematización.
El enfrentamiento conlleva la aniquilación del otro. La problematización exige de la negociación y la autolimitación para llegar a acuerdos. Ejemplos de conflictos abordados desde el enfrentamiento los encontramos en el nazismo, el estalinismo o la guerra de Ucrania. Ejemplos de conflictos abordados desde la problematización y la negociación los vemos en la transición democrática en España y Portugal, o en el abandono del apartheid en Sudáfrica, sin ir más lejos.
Concibo la ciudad como la más concreta espacialización de los conflictos humanos. En tanto que espacios de inmediata convivencia, las ciudades que habitamos son los lugares en los que convergen de manera más sensible los intereses económicos, culturales, sociales, ambientales o incluso religiosos.
El abordaje de estos conflictos, según Marina, puede acometerse desde el enfrentamiento o la problematización. Más allá de la evidencia de que el enfrentamiento conlleva más sufrimiento para más personas, y que la felicidad individual en términos utilitaristas supone la aspiración de un bien común para el mayor número de individuos, creo que la mayoría de nosotros tenemos claro que los grandes retos humanos solo han sido posibles cooperando.
Si estamos de acuerdo en que negociar y pactar son las mejores vías para afrontar los conflictos de interés en la ciudad, tenemos que aceptar también que antes de pactar es necesario problematizar adecuadamente. Es decir, esbozar cada uno de los problemas que definen el conflicto para centrar los esfuerzos en resolverlos de la manera más eficiente posible.
Abordar la problematización del conflicto exige a los agentes implicados al menos dos capacidades. La primera consiste en que quien ostente más cuota de poder, no lo utilice para acallar o condicionar a quienes exponen los problemas para ser debatidos. La segunda se refiere a estar atentos para no aplicar la falacia ad hominen que tan bien describió Schopenhauer en su manual El arte de tener razón.
Es decir, que tanto los que se sientan afectados positiva como negativamente por la exposición del problema, sean capaces de distanciarse de las filias o fobias que sientan por quien lo expone, para centrarse en la definición del problema con la menor afección emocional posible.
Estas dos condiciones requieren de altura de miras tanto para los agentes en conflicto como para los que ostentan mayores cuotas de poder, ya sea político o económico. A fin de cuentas, a los buenos políticos les interesa el buen gobierno y la satisfacción de sus votantes, y a los agentes económicos con visión, y sobre todo a los agentes económicos locales aunque no la tengan, les interesa una sociedad estable y cohesionada capaz de producir y consumir en un nivel alto de armonía.
Mi objetivo al aceptar la amable invitación de EL ESPAÑOL de Málaga a escribir esta columna, es el de explicitar algunos de los múltiples problemas que operan en la ciudad desde una perspectiva urbanística. No pretendo concluir que todos los problemas que definen los conflictos urbanos sean urbanísticos, sino que estoy reconociendo que este punto de vista es el que soy capaz de abordar con el mayor rigor posible.
Por otra parte, mi perspectiva urbanística tratará de ser lo más técnica y objetiva posible atendiendo a mi formación de arquitecta, y lo más respetuosa e imparcial que mi naturaleza humana y experiencia profesional me permitan.
Como en una campana de Gauss, cuento con que entre un diez y un veinte por ciento de las personas que me lean se sientan identificadas con mi discurso, con un porcentaje similar de personas que lo rechacen, y con entre un sesenta y un ochenta por ciento de lectores que sentirán la más absoluta impasividad ante lo que exponga.
La economía de los afectos en el abordaje de los conflictos es importante y por ello lo pongo sobre la mesa. Invito a no poner el punto de atención en quien escribe sino en lo que escribe, pero sobre todo, invito a poner en duda lo que se exponga y a buscar por sí mismos los datos que puedan mejorar la definición del problema.
El objetivo de esta columna es contribuir al reto colectivo de hacer de nuestra ciudad el mejor lugar para desarrollar nuestro particular proyecto vital, empresarial o social. Sólo eso. En la próxima columna, si se animan a leerla, expondré algunas de las claves que a mi juicio, definen el problema de la movilidad urbana. Espero encontrarme con ustedes allí.