En las redes sociales, en estos últimos días, se ha hecho popular una carta del escritor uruguayo Leonardo Haberkorn. A través de ella renuncia a seguir dando clases. Se despide de su vocación universitaria ante el hartazgo que le producen la falta de interés de sus alumnos. Un alumnado que presta mayor atención a sus instrumentos digitales que a las enseñanzas que se les imparte. Apesadumbrado se lamenta del pobre grado de conocimiento que poseen de las cuestiones más elementales. Es como enseñar Botánica a alguien de un planeta donde no existen los vegetales, explica con la cadencia propia del cansancio. Su título es su sentencia: Me cansé… Me rindo...
Muchos somos los que nos hemos visto reflejados en su relato. Durante unos años el primer día de curso de la asignatura de Botánica les ponía, a aquellos alumnos aun casi adolescentes, un sencillo ejercicio. Consistía en poner el nombre a veinte logos de marcas de variados productos y a otras tantas imágenes de plantas tan cercanas como una espiga de trigo, un abeto o una amapola. Los logos eran acertados en su totalidad, pero rara vez eran acertados más de cinco de aquellos vegetales. Peor fue cuando en otro curso les pedí que me pintasen un melonero o árbol de los melones y un sandiero o árbol de las sandías. Aunque no se lo crean fueron muchos los que me regalaron tan grandes obras fantasmagóricas que aún conservo.
Es evidente que, por los comentarios que aquella epístola de Haberkorn ha recibido, podemos achacar a muchas causas y segundas derivadas estos supuestos desconocimientos básicos. Pero es justo ahí cuando más fuerte se debe hacer la vocación pedagógica, en la que no vale ni el cansancio ni la rendición.
Precisamente, hace unas semanas, durante un coloquio en el último curso del grado sobre el cambio climático en el cine, cuando una inquieta alumna me sugirió que viese la peli Kingsman. Olvídese de la violencia y quédese con los mensajes, me aconsejó. Me resultó entretenida, pero la escena que más me dejó meditando fue aquella en la que el elegante caballero comienza a instruir a un vulgar chico de la calle. Como el profesor Haberkorn le hacía preguntas triviales que no obtenían respuesta, pero el aparente cenutrio lo sorprende citando a Pigmalión de Bernard Shaw. Ese es el gran secreto a explorar de nuestra juventud, poseen otros conocimientos, otras virtudes, viven ante un gran cambio en las coordenadas sociales. Como en cualquier otro momento de la historia se harán valer cuando su reloj biológico lo crea oportuno.
El autor del mejor sandiero, un árbol parecido al de navidad del que colgaban en vez de bolas decenas de sandías, hoy despunta como un gran botánico. Mereció la pena no desfallecer por el cansancio y aun menos rendirse.