Como en los grandes museos o las repletas bibliotecas, el aula madura con el tiempo gracias a los hados que pululan en su interior. Decía Aristóteles que lo que tiene alma se distingue de lo que no la tiene por el hecho de vivir. A diferencia de otros espacios mostrencos, las aulas tienen alma, un alma alimentada por las vivencias de la inquieta juventud discente y el magisterio del docente.
En este medio siglo el espíritu del aula ha cambiado tanto como las generaciones que han pasado por ella, marcadas siempre por los acontecimientos que se vivían en su inmediato exterior. Ninguna mejor que otra. Los revueltos años del franquismo tardío conmocionaron su corazón hasta el punto de que hubo algún curso en el que sufrió una parada cardiaca durante varios meses por estar creciendo el germen de un cambio social, que no alcanzó a ser revolución, pero casi. Con inquietud valorabas si aquel hombre gris que se sentaba junto a ti era un vetusto compañero o un policía de la secreta. El desalojo entraba dentro de la liturgia de cada semana.
Los hijos de la transición inundaron el aula de desánimo. En ella se instauró el pasotismo, la pasividad de una generación que se quedó sin la brújula del futuro, abatida por el desencanto de lo que fue el espejismo de un mundo mejor por la llegada de la democracia. La dificultad arraigó en el alma del aula, logrando en sus huéspedes un sentir similar a los de hoy, pero con unas claras coordenadas distintas en el mundo exterior. Sus pobladores, y cada vez más pobladoras, anhelaban por entonces una pronta emancipación familiar e incluso social, y lo más trascendente no les importó la inseguridad de batirse ante un mar de incertidumbres.
La travesía hasta el 92 marcó la apertura de unas ventanas hacia Europa y el resto del mundo. El alma se hinchió de soberbia individualista, el colectivismo entraba en decadencia, por no compartir ni se prestaban los apuntes. Dentro habitaban aquellos jóvenes, aunque suficientemente preparados, cuyas motivaciones estaban guiadas por gurús del sueño español que llevaron hasta los altares de la Academia a su más emblemático personaje, Mario Conde.
Por entonces, el principal debate en el aula estaba lejos de un interés académico. Aun se recuerda por muchos como el interior del aula era lo más parecido a un día de niebla en Londres. Aunque hoy no se crea, lo frecuente era fumar hasta dos y tres cigarrillos mientras se impartía una clase y también por parte del alumnado que procelosos tomaban apuntes sin levantar la mirada más que para soltar una bocanada de humo. Y así comenzaron los debates y la guerra por el humo. Las ligas protabaco y antitabaco se enfrentaban en intensos combates dialécticos sobre como proceder con las ventanas, abrirlas o cerrarlas, cuando arreciaba el frío en los días de invierno. Ni siquiera el resultado de un improvisado referéndum daba por finalizada la reyerta.
La progresión tras la zozobra del anterior milenio ha venido marcada por el dulce esclavismo de las nuevas tecnologías, con un argot basado en anglicismos y una hoja de ruta en la que hay que confiarse a una buena proa. El alma del aula se siente incómoda. Su nombre de provenir de griegos y romanos para indicar la sala ceremonial o la gran sala ahora ya ha quedado como una mera classroom. Pero lo que peor lleva es la atolondrada agenda impuesta por Bolonia, una adaptación al marco anglosajón cuando mejor funcionaba el modelo español. Ella lo reafirma curso tras curso, esto no va con nuestra idiosincrasia. Pero una vez más el alma del aula, gracias a que las alas de sus hados la sostienen, sigue manteniendo la ilusión.