Superar aquel escalón cuando te ordenaban subir a la palestra se convertía en un disparadero de nervios, en especial si el tema del que se trataba no te lo sabías. La visión desde aquella atalaya del resto de los compañeros era tan diferente, tan particular, que menguaba tu tamaño cuando la respuesta no alcanzaba tu garganta, pero que enaltecía tu orgullo cuando quien te interrogaba acababa otorgándote el premio de la confirmación. La palestra, un mero artificio dentro del aula, era y sigue siendo el espacio que identifica el respeto. En buena medida este sentido proviene desde su etimología, ya que en su origen la palestra era la escuela donde se aprendía a luchar.
Durante muchos años la palestra servía a cuantos ejercían el noble ejercicio del magisterio para revestirse de potestas, esa fuerza que emana de la legitimidad otorgada, y que no siempre coincidía con la auctoritas basada en las características intelectuales que las destacan del resto. He conocido a docentes que revestidos en dicha potestad se jactaban de suspender curso tras curso a casi la totalidad de sus alumnos, aplicando meramente aquel principio de que la dura lex sed lex. De esta manera se convertían en el gran obstáculo a superar a lo largo de una carrera universitaria. La paradoja es que a pesar de sus crueles sentencias estos docentes suelen ser siempre los mejores recordados, tal vez porque superar sus asignaturas se convierten en retos personales que te marcan de por vida. Desde la palestra solían ser personas de implacable semblante serio, que se alejaban de aquel principio aristotélico de que el humor conduce a la verdad en el camino de la ciencia.
Los cambios pedagógicos y tecnológicos han modificado tanto el aula, que apenas ya no quedan pizarras, también conocidas con el singular nombre de encerados, en los que había que demostrar una capacidad superior de dibujar, esquematizar o escribir, y en el que al final de la clase todo quedaba borrado como lágrimas bajo la lluvia. A la vez desaparecen en un exceso de socialización entre profesorado y alumnado aquellas palestras que por encima de todo era el espacio académico donde se está o se sale a demostrar lo que se sabe, o a discutir o debatir dentro del orden y el respeto. Ahora la tendencia es ir al aula Montessori, que como define de forma brutal un veterano profesor es enseñar jugando al corro de la patata.
Pero algunos docentes noveles, a pesar de estar más adaptados a este nuevo ecosistema académico, siguen con aquellos tics derivados de su engreída potestad. Accedieron por sus excepcionales expedientes a una fulgurante carrera investigadora, en la que la meta era el premio Nobel. Están convencidos de que si no se lo han concedido ya es por motivos políticos. Se encaraman a la palestra impartiendo doctrina basada en los más recientes avances que ni ellos mismo son capaces de asimilar, para al final conceder en el difícil ejercicio de actuar como jueces del conocimiento de los discípulos un suspenso casi general. En tales casos, siempre he opinado que cuando se suspende a más de la mitad de una clase posiblemente el problema no esté en el alumnado, sino precisamente en el docente. La era de la palestra desfallece, pero era el mejor espacio para colocar a cada uno en su lugar.