Poco hay tan gratificante para el alma que recibir una pormenorizada descripción de una utopía. Oír a Federico Souvirón exponer su sueño, que ya se consolida como realidad, del Bosque del Recuerdo, sirve para recrear una imagen de la Málaga del futuro inminente, presidida por un gran parque que transforme la imagen colectiva del espacio de Asperones, tan desgraciadamente vinculado a canteras, vertederos y a un poblado de transición que se mantiene después de tres décadas.
Afirma nuestro refranero que la necesidad obliga a valorar las cosas mínimas, o de manera más tosca: cuando hay hambre no hay pan duro. Es bien cierto, como me apunta mi buen amigo Luis Medina, que la cultura del árbol está menos asentada entre nosotros de lo que pensamos.
Los árboles para muchos son muy admirados, pero consideran que cuanto más lejos mejor. Lo detestan en las aceras, delante de sus fachadas o de sus comercios, incluso en los parques porque tras ellos se puede esconder el mal. Para aquellos el mejor sitio para un árbol es en mitad de un bosque lejano, a ser posible más allá de la Amazonía.
Esa dendrofofia o desprecio hacia los árboles en proximidad, tan presente en nuestra sociedad a diferencia de otras, tiene un origen ancestral casi atávico. Sin embargo, hoy los árboles no son una cuestión de gusto sino una necesidad, es el pan duro de nuestra hambre ambiental. Los servicios que nos ofrecen especialmente a los que vivimos en ciudades son tan enormes que cada vez se requieren con más urgencia para aliviar muchos de esos extremos climáticos que nos acucian.
La responsabilidad de arborizar nuestras ciudades no queda sólo al albur de las administraciones, sino que debe ser también de la colectividad. En ese sentido el tejido empresarial, responsable del desarrollo económico de nuestra tierra, tiene también unas obligaciones que son en buena medida el garante de su éxito.
Chirría saber que un consejo de administración se siente aliviado en su compromiso con el planeta porque invierte tres mil euros en supuestas plantaciones de árboles en Madagascar o en un escasamente demostrado carbono azul en una playa lejana. Nuestras empresas deben ser conscientes que invertir en árboles, aquí y ahora, es un valor seguro, porque gracias a ellos serán menos las incertidumbres que se deriven de grandes riesgos ambientales. Pero además contribuirán a la sostenibilidad de una ciudad y una conurbación que debe prestigiarse.