Hay situaciones a las que no se puede sobrevivir. Ni se debe. Aquello que no le dijiste a tu padre, por soberbia o egoísmo, que preferiste abandonar en un rincón del salón y que ahora, precisamente en este ahora tan despiadado con lo humano, siquiera te atreves a mirar. Ese último abrazo que ya no. Ese WhatsApp que nunca enviaste. El cansancio que todo lo devora vertido sobre el rostro de tu hija. El rencor y su arquitectura en una ruptura. Esa frase que alcanza lo íntimo y convierte la vida en un espejo sucio en el que estás obligado a mirarte si realmente quieres dejar de ser una versión ínfima de ti mismo. Aquel correo electrónico que convirtió todo en una mentira.

"El tiempo pasa más rápido cuando vives de puntillas. Esta certeza la aprendí mucho tiempo después, ya sin candiles en las farolas ni alquitrán en la calzada; porque cuando vives sobre el alambre del vértigo, en realidad, nada de lo que vives tiene importancia, nada cuaja, ninguna raíz se engarza en el suelo y las parras de tus anhelos íntimos mueren sedientas de verdad. Nada viviendo así puede ser cimiento". Este fragmento pertenece a Buscaba la belleza (Destino, 2023), de Jesús Terrés, una lectura laberinto en la que me he ido perdiendo. Conscientemente.

Hay libros que, como las personas, (te) esperan. Y este me estaba esperando. Terrés se narra y se cuenta desde algo tan valeroso como es la certeza del dolor cuando no supiste convivir con él –la pérdida prematura del padre-, cuando los ojos de la juventud impiden ver el horizonte de lo real y la impostura se impone. Cuando se impide el duelo. La experiencia de la fractura y desde ella, intentar, al menos intentar, hacer que la vida sea cimiento. Dejar de observar el abismo para apagar la sed de la verdad. La vida a pesar de la propia vida.

Este fin de semana pasado, el escritor Ignacio Peyró escribió una columna, profundamente bella y elegante, titulada Cuando éramos felices que cerró así: "Porque nada termina nunca bien, pero no por eso hay que dejar de honrar la memoria de aquellos que amamos y nos amaron. Por ellos, por nosotros, por el tiempo que fue. Por hacernos presente una de las honduras de la vida: esa hermosa dignidad que alza nuestro barro a querer y ser queridos".

Para abrazar la amplitud de esta suerte de ajuste de cuentas te han tenido que pasar por encima varias vidas, de diverso pelaje y condición. Pero vidas vividas. No contempladas. Ahí reside la fortaleza de este texto de Peyró. Igual sucede con la novela de Terrés. Esto que escribo y que, en cierto modo, me asombra –no es eso acaso el escribir, asombro ante uno mismo- me lleva de la mano a la adaptación teatral de Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes, que José Sacristán levantó, poderoso y enorme en su enormidad, sobre el escenario del Teatro Soho CaixaBank. "Hay que celebrar el amor siempre, esté presente o esté en ausencia". Esto nos dijimos en la entrevista que le hice para mi colaboración sabática en la radio. Y el asombro nos alcanzó a ambos. La complicidad de la sonrisa. Ser consciente de las heridas. Qué belleza. Las ideas –las palabras- siempre están esperando a que las miremos.

Pero volvamos a la vida a pesar de la propia vida porque este texto late y respira por una persona que no se ha dejado nada por vivir, la escritora Mariela Michelena, por eso lleva el nombre de la novela gracias a la cual nos conocimos, La vida son los miércoles (Espasa, 2017). No he querido suprimir las veces que se repite, con sus partes, la palabra vida. Por ella. En este libro hay tres mujeres que miran a los ojos de la realidad y que quieren estar en esto que llamamos vida, pero no saben, no pueden, no quieren. Hay demasiada gente que hace lo que puede para no caer ni sucumbir. Mientras escribo esto, estoy segura de que hay una idea sobre tu hombro esperando a que la mires. Y puede que en ella haya una vida nueva.