Creía, como muchos, que Tarpeya se había marchado para no volver. Llamó un viernes por la tarde a la puerta de mi casa. Allí estaba ella, ataviada de blanco fulgurante como si de la parca hilandera de la vida se tratase. Me invitó a pasear por un sendero de asfixiante fiebre que anquilosaba cada uno de mis trasteados músculos. Me agarró de la mano y me llevó a un viaje por tres años atrás, a un pasado demasiado reciente como para haberse olvidado todo aquel duro momento de nuestra historia reciente.

Me condujo por el terrible camino de residencias de mayores que veían desvanecer sus hilos de vida en la más inerte soledad. Por un momento Tarpeya hizo que me sintiera uno de ellos para mostrarme que no hay final más duro que aquel que solo se comparte con uno mismo. Y me llevó hasta un enorme pabellón en la que cientos de camas en perfecto orden acogían a moribundos que se debatían entre el dolor y los recuerdos.

Sumido en la tristeza de sentirme una de aquellas almas que vagaban hacia la blanca luz, ella me trasladó hasta un despacho en el que un grupo de personajes, ataviados con trajes de Dior, bromeaban sobre cuanto ganarían a costa de la sangrante enfermedad, negociando con mascarillas inútiles y test falsos, escarneciendo con pedir libertad sin pudor para poder tomar cañas y calamares en las terrazas de siempre.

Seguro que aquellos pérfidos truhanes, aunque fueron a ilustres colegios, desoyeron a Jorge Manrique: “Ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que, en este mundo traidor aun primero que miramos las perdemos”. Mientras, el pueblo llano, ese que dicen que es tan sabio, pero al que no lograré entender jamás, se agita entre cánticos de resistencia y aplausos dedicados a los servidores públicos.

Tan solo dos años más tarde los mismos palmeros refrendaban a aquellos que piensan que el mejor modelo social es el que se fabrica desde el negocio, bajo el dogma de tanto tienes tanto vales. Le dije a Tarpeya que ya había visto suficiente y que estaba tan agotado que ni los lagrimales tenían fuerza para llorar. Se marchó, pero para el recuerdo me dejó como secuela un cansancio hasta hoy imborrable.

Hace un siglo, tras la mortífera gripe de 1918, la humanidad tuvo conocimiento de la existencia de los virus. El primer nombre que se propuso para estos virulentos gérmenes fue el de Tarpeya, la joven etrusca que por ambicionar riqueza traicionó a Roma abriendo sus puertas a los sabinos. En una roca del Capitolio queda esta sugerente inscripción en recuerdo de ella: A gran salto, gran quebranto..