Desde los orígenes de la humanidad se reconocían como grandes fuerzas de la Naturaleza: el agua, la tierra, el fuego y el aire. Desde los presocráticos hasta el Renacimiento los cuatro elementos de la Naturaleza jugaron un papel trascendental en la taxonomía que servía para interpretar desde los acontecimientos climáticos hasta la personalidad de cada uno, no en vano eran consideradas las fuerzas motrices de los signos zodiacales en la astrología.
Visto con la perspectiva actual esos cuatro elementos constituyen la base para identificar las condiciones óptimas para el desarrollo de la humanidad. El agua como recurso básico para la vida y cuya importancia valoramos más por momento. La tierra como suelo sobre el que desarrollar una agricultura y una ganadería garantes de nuestra alimentación, pero también como recurso básico y limitado para la construcción del hábitat humano, a través del desarrollo urbanístico y de las infraestructuras. El fuego entendido como la fuente de energía capaz de, siguiendo el primer principio de la termodinámica que rige su Conservación, transformar la materia para obtener aquello que consumimos. Finalmente, bajo el concepto de aire se incluye la calidad de este, un enjambre en equilibrio de moléculas de gases que si se descompensan alteran intensamente las condiciones climáticas del lugar y por extensión de su confort para la salud de los ecosistemas y del ser humano.
Es paradójico que allá donde estos cuatro elementos se encuentran con suficiencia para nuestra especie sean puntos calientes. Es el caso del gran verde mesopotámico, origen de las primeras ciudades y que sufre conflictos bélicos que duran más de seis mil años. Parece obvio que es la exteriorización de la envidia atávica del ser humano.
La libreta que tengo junto a mi ventana se ha teñido de una fina capa de gris ceniciento. Nada que ver con los ocres de la siempre llamativa calima. Consulto la información de varios satélites y veo como una lengua de humo y cenizas del tremendo incendio en la provincia canadiense de Quebec llega hasta la misma Costa del Sol.
Ha resultado evidenciable a lo largo del día, pero aun más en el amanecer y en el ocaso. Parece que la globalización es algo inerte, lejano y demasiado confuso, pero catástrofes como estas nos evidencian aun más que la Nave Tierra es un lugar sin compartimentos, en especial para el volátil cuarto elemento, el aire. Los hechos nos ponen de manifiesto que ya no es de extrañar que el aleteo de una mariposa en Waikato, nuestra ciudad antípoda, puede producir un tsunami en Alborán. Ante las circunstancias por venir, cada vez se hace más necesario implorar al quinto elemento, el espíritu colectivo, la quintaesencia.