Exterior nocturno. Grúas que gritan en el horizonte. A lo lejos, otra ciudad, otros códigos postales, otras rentas con distintas preocupaciones. Otras ropas y otros cuerpos con otros olores. Cuerpos que se sostienen, en el aire, distinto, que saben distinto. En lo cercano, una playa urbana colonizada por celebraciones que nacen en otras latitudes, que se muestran y (nos) desvelan otros rituales y ceremonias. Otros modos de estar en el mundo. Familias que buscan el amparo del espacio público porque cualquier otro espacio se ha vuelto despiadado e implica asumir deudas. Y no todas son necesariamente materiales. Un Mediterráneo exhausto por el calor, agotado por el abuso de los cruceros, comienza a desvestirse ante la tranquilidad que todo sosiego promete. La noche, con sus dudas, espera. Me pregunto si esta es la España a la que tanto teme el indolente.

La poeta Wisława Szymborska, quien hubiera celebrado su centenario este año, dejó escrito un verso que se viste de cuero ante la dureza del presente «todo es mío mientras lo contemplo». Y sí, mientras contemplo este paisaje efímero, que dejará de ser tres zancadas más allá, la que es la ciudad que, por ahora, habito, la que mis padres me enseñaron a querer porque les dio la oportunidad de abrirse camino en la experiencia de la vida, tengo esa poderosa sensación de pertenecer a algo que se hace entre todos y que nos trasciende. Sigo caminando, la amistad y su suelo de abrazo espera. Me descalzo y entro en la playa.

Celebramos el cumpleaños de una amiga íntima, de esas que en los malos momentos te ha visto hasta los premolares. Somos animales de conversación y palabra. Puede que este sea el único destino que nos alcance, una y otra vez, el mismo del que no podemos huir, aunque así queramos o necesitemos. Por mucha inteligencia artificial que se nos ponga por delante. Da igual con cuántas versiones nos amenacen. Nosotros sabemos a qué sabe un beso, introducir una lengua en otra boca y, en ese instante, construir constelaciones. Podemos cerrar los ojos y reconocer un cuerpo por la biografía de su piel. Aproximar la nariz a un cuello e intuir estados de ánimo, batallas que se aproximan. La inteligencia del cuerpo.

La noche avanza a golpe de palabra, palabras que todo lo inundan. Risas y cervezas. Palabras que se dejan caer sobre el mantel de papel, cansadas de tanto ir y venir. Sellamos toda fisura por la que el silencio se pueda colar. Tenemos los labios llenos de palabras que se quedan enganchadas en encías e incisivos. A ratos, confundidas, a ratos, perplejas. Se empujan y vulneran. Asisten, feroces, a un banquete del que son protagonistas, ¿acaso no vinieron para crearnos? El paso del mito al logos y todo su itinerario. La noche se sucede. Placeres todavía no imaginados y deseos no imaginados. «No hay mayor lujuria que el pensar», dejó escrito Szymborska.

Pedimos la cuenta y cambiamos de exterior nocturno. Caminamos sin urgencia. Cuando llegamos al lugar pensado, ese lugar pensado ya no es el mismo – como los nosotros de entonces- y nos encontramos con restos de cemento, negros cables que cuelgan del techo y un algo que ya no es lo que pensábamos. Improvisamos otro exterior nocturno y seguimos celebrando la amistad que, por esa noche, sí que nos hace eternos. Más palabras y más risas y más cervezas. Los observo y pienso en la belleza del momento. De la importancia del deseo y el desear. Del querer estar en lugares sin simulacros. Suena “Because the night” y sonrío. Observo, nuevamente, la belleza de esos cuerpos. Todavía no soy capaz de recordar las veces que brindamos. Por nosotros, por la vida. Por lo que está por venir.