La muerte es una de las pocas cosas irremediables en la vida de una persona. Más tarde o más temprano a todos nos llega nuestro momento y ante esta tesitura lo cierto es que uno puede desde el punto de vista jurídico mirar para otro lado (sin alcanzar por ello un resultado final diferente) o preparar jurídicamente la situación para que cuando se produzca el fallecimiento, la sucesión hereditaria ocurra de manera ordenada y con respeto a la voluntad del fallecido.
Las razones principales para planear jurídicamente la situación pueden ser varias pero con que sólo fuera reducir a nuestros herederos en tiempo y dinero el proceso de adjudicación de la herencia sin testamento, sólo por eso ya habría merecido la pena. Por supuesto, si encima tiene uno un patrimonio significativo y/o varios herederos, con mayor motivo puede tener interés en planificar la sucesión de forma específica.
Las disposiciones testamentarias no llegaron al derecho positivo recientemente sino que ya en el derecho romano el testamento era una institución bastante manida. Lo que sí que es novedoso en la actualidad es el hecho de que normalmente cuando uno acude al notario a otorgar su testamento, piensa en los herederos, en su patrimonio y en poco más pero no piensa en su patrimonio digital.
Porque cuando fallecemos… ¿Qué ocurre con nuestros derechos en el ámbito digital? ¿Qué sucede con nuestros perfiles en redes sociales? ¿Qué sucede con nuestros buzones en las distintas cuentas de correo electrónico? ¿Qué ocurre si alguien perjudica nuestra reputación o suplantan nuestra identidad?
Estas y otras preguntas son las que tratan de resolver los artículos 3 y 96 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales mediante el cual se regulan las personas legitimadas para el ejercicio de los derechos de privacidad de los fallecidos así como la posibilidad de otorgar un testamento digital pudiendo identificar los sujetos legitimados al efecto así como facilitar instrucciones en defensa de la voluntad y de los intereses del fallecido.
Se habla de testamento digital porque por analogía con el testamento tradicional se trata de dejar constancia de toda la información digital de esa persona (“huella digital”) en los distintos portales (redes sociales, proveedores de contenidos musicales, vídeo, fotos alojadas en la nube,…), activos digitales de los que sea titular, cuentas de correo electrónico, cuentas corrientes en banca online, inversiones, de la forma de acceder a dichos contenidos (i.e. contraseñas), así como de la persona designada para defender nuestra última voluntad en relación a nuestro patrimonio digital (instrucciones específicas del fallecido si las hubiera o defensa de derechos si fuera preciso), de manera que con la escritura pública de testamento digital en la mano nadie pudiera oponerse al ejercicio de los derechos del fallecido.
Y cada vez cobra más relevancia el testamento digital porque cada vez es mayor y de mayor valor económico la huella digital que tienen las personas, huella a la que se van incorporando cada vez más activos digitales que pueden llegar a tener un valor económico significativo (criptomonedas, NFTs,…).
Por lo tanto, al igual de recomendable que es otorgar un testamento notarial tradicional todo aquel que no lo tenga, lo es incluir como parte de dicho documento nuestro testamento digital para asegurarnos de forma clara cómo se actuará con nuestro patrimonio digital cuando fallezcamos.
Con ello además estaremos ayudando al ecosistema digital actual donde las grandes redes sociales se enfrentan al problema del almacenamiento de un número significativo de cuentas de personas fallecidas. De hecho, según un estudio del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford se calcula que en Meta en 2070 haya ya más cuentas de personas fallecidas que de personas vivas y que a finales de este siglo haya casi cinco mil millones de cuentas de personas fallecidas, lo que puede llegar a convertirla en un auténtico “cementerio digital”.