Mientras pienso sobre esta primera vida quieta del mes de septiembre, mi mirada se escabulle por la ventana que concede (algo de) libertad a la habitación desde la que suelo escribir y trabajar. Mi habitación propia, posiblemente, la expresión tópico que mejor nos sienta a las mujeres conscientes de lo que implica ser mujer en la experiencia de la vida. Tiene todo de conquista y nada de huida. Para huidos, escapistas y versiones mejoradas de los que no terminan de entender de qué va la jugada ya tenemos a los Rubiales de turno. Tranquilas, su rencor es nuestro impulso. Su silencio, las vergüenzas que buscan esconder bajo la alfombra. Mi mirada, que debía estar pendiente de la pantalla que me observa desafiante por la proximidad del horario de entrega, juguetona, divertida y lúdica, se ha posado sobre los cordeles verdes de mis vecinos del quinto, unos alemanes jóvenes, nómadas digitales, que se acaban de mudar al edificio habitado, hasta su llegada, por vecinos del barrio que fueron buscando acomodo por la cercanía con sus familias, o que, simplemente, cuando se construyó el bloque sobre un solar de casitas mata, decidieron quedarse con alguno de los pisos.
En mi edificio, los vecinos somos vecinos. Sabemos nuestros nombres, nos sonreímos ofreciendo al otro la poderosa posibilidad de sonreír de vuelta. Somos amables y cálidos, sabemos de nuestras vidas. De las alegrías y desgracias. Mantenemos eso que llamamos suelo relacional y que concede valor a la humanidad que hay en nosotros. Celebramos la posibilidad de estar vivos desde lo colectivo. Retenemos el ascensor porque las conversaciones van más allá de la situación meteorología. Nos preocupamos por las personas que habitan este edificio que viste un barrio de mi ciudad. Como se dice en esa peli colorida, divertida y lúdica, como la mirada huidiza, ‘Trolls’, «Ningún troll se queda atrás». Creo que Emmanuel Macron hizo suyo este lema para hablar del valor estratégico de Europa. A juzgar por ciertos acontecimientos, se debió liar con el sentido de la frase, con el valor del verbo. Con la idea. Vete tú a saber. La cosa languidece por distintas geografías y latitudes europeas y a nadie parece importarle.
Mientras observo la ropa de mis vecinos alemanes, desde el ojo de patio, otro idioma se cuela en la habitación junto con la brisa de la tarde. Una pareja joven habla en inglés con un agente inmobiliario o perfil similar. Supongo que esa ciudad cosmopolita que siempre hemos buscado ser se parece a esto. A un edificio que viste un barrio de mi ciudad y que comienza a ser habitado por jóvenes, de otros países, cuyos salarios, intuyo, distan mucho de los ingresos que el resto de vecinos tienen. Escucho a otra vecina decir «esto parece Brooklyn» mientras hace lo propio con sus cordeles de la ropa. Ni idea de la referencia. Nueva York siempre será ese lugar al que una quiere irse a enamorarse. Culpemos a Woody Allen. Sonrío y pienso, ante esa frase con vocación de lema, Macron mediante, sobre la nueva normativa neoyorquina por la cual se prohíbe el alquiler de apartamentos enteros durante menos de un mes. Pienso también en el aquí y ahora. En lo mal que nos llevamos con las prohibiciones. Todo modelo de convivencia, para que piense en el bienestar de sus ciudadanos, ha de estar regulado. Ojalá perdamos ese miedo.
Miro el móvil justo antes de enviar la columna. Esta noche voy dando un paseo hasta el cine. Me gusta pasear, ser consciente de cada paso. Del camino recorrido. Tiene todo de conquista y libertad. Las grandes heroínas decimonónicas de la literatura bien lo supieron. No nacieron para ser Penélope. Ellas querían ser Ulises y habitar otros territorios, ya fueran simbólicos, o reales como las aceras de nuestras ciudades. Cojo las llaves y mi mirada, hoy empeñada en llevarme al terreno de la distracción, se para en un ensayo esencial para entender que toda ciudad se vice a través de las personas que la habitan. ‘El lenguaje de las ciudades’, de Deyan Sudjic. Y mientras cierro la puerta y saludo a mi vecina, ya en el ascensor, me pregunto por el lenguaje del lugar que habito. Este que nos atraviesa y define. Un lugar, me pregunto, si realmente puede continuar siendo habitado.