Este pasado verano he hablado mucho con amigas y amigos sobre el deseo y su ejercicio. Sobre si realmente sabemos desear, si somos capaces de estar a la altura de nuestro propio deseo y dejar de tratarlo como a un disfraz que lleva demasiado tiempo en el armario y te has de poner para el próximo carnaval. Es cierto que nos podía haber dado por otros temas, pero es raro el que no tiene a alguien próximo enredado en relaciones empezadas por aplicaciones de citas, continuadas por el chat de Instagram y finalizadas en conversaciones -con sus buenos audios con vocación de podcast- de ese infierno contemporáneo que denominamos WhatsApp. A veces, todo ocurre a la vez. Aquí los monosílabos, las frases heredadas y los emoticonos adquieren un protagonismo esencial para el relato de quien ha apostado fuerte en varias líneas de juego. Ese itinerario, así descrito, lo consideramos normal. El precio a pagar por estar más solos, supongo. Si a este gazpacho le introducimos el ingrediente del género, entonces, la cosa se pone mucho más interesante. Amor romántico mediante. Lo que antes debía hacerse en las habitaciones de los hoteles, ahora lo hacemos desde un dispositivo móvil y con un dispositivo móvil. Nunca antes una preposición fue tan importante.
El capitalismo tecnológico se nos ha metido hasta las entrañas y lo poco que nos quedaba vinculado a lo íntimo, a aquello que nos dotaba de una singularidad cálida y verdadera, lleva en la planta de saldos una buena temporada. Una ya no sabe si es cosa de la inercia de este tiempo, si se nos han desajustado las coordenadas de lo que nos posicionaba en el mundo desde la elegancia, la seducción y lo sensible; o que hemos entregado nuestras pobres almas a ricos hombres blancos que únicamente buscan perpetuar mecanismos donde el sujeto y el objeto de deseo estén perfectamente delimitados y sin capacidad de movimiento.
¿Qué deseamos cuando deseamos? ¿Somos capaces de responder a este interrogante? Cuando eres mujer, la respuesta es bien sencilla. No tienes idea alguna de qué va la cosa. Me explico. Cuando creces según los códigos del amor romántico, bendita sea la socióloga Eva Illouz, eres el objeto del deseo del hombre y una ha de celebrarlo. Da igual si tú también lo deseas. El tema no va por ahí, siquiera te permiten caminar por esa senda a cambio de llamarlo atajo. El tema es que, si tú eres deseada por un hombre, entonces, automáticamente, cae un haz de luz blanca del cielo que dota a tu cuerpo de un protagonismo que desconocías tener o querer tener. Nunca antes un verbo fue tan importante.
Esa luz que todo lo inunda te convierte en objeto del deseo de otro, otro que sí es sujeto de su propio deseo con la radical importancia que tiene para la subjetividad de quien sí es merecedor de ese título aristocrático. Después está la variante proveedora del deseo ajeno. La mujer crece -hasta que te caes del caballo y el feminismo te da la mano, eso sí, con varias piezas dentales menos- con una extraña obsesión por satisfacer el deseo del mundo que la rodea, un bodegón cotidiano compuesto por parejas y familiares de todo pelaje. Da igual si no sabes en qué consiste eso que llamamos mundo. El haz de luz blanca que antes nos señalaba ahora debemos dirigirlo nosotras de tal manera que ilumine a otros. Y así (se) sucede este juego perverso blanqueado y potenciado por las nuevas lógicas relaciones creadas al amparo de la cuarta revolución industrial.
Lo escribía al principio. Estamos considerando normales cuestiones que nos están haciendo trizas, sombras erráticas que deambulan de teléfono móvil en teléfono móvil esperando ser queridos y deseados. En el mercado de la mentira, el deseo más real es el primero en escapar por la ventana. Cada día aparece un nuevo término para describir dinámicas tóxicas que nos empobrecen como seres humanos, que nos provocan desequilibrios mentales y, muy especialmente, nos distancian de las personas que deseamos ser. Ya no se trata de que uno sepa a quien mira cuando se mira en el espejo. En este ahora, tan devastador con los seres humanos, se trata de que cuando nos miremos en el espejo haya alguien capaz de reflejar nuestra propia imagen.