Llegaba tarde. Para variar. Iba caminando con la prisa de los nerviosos, escuchando música, observando las caras y pieles y cabellos de las personas con las que me cruzaba en calle Mármoles. Es una de las cosas que más me interesa del caminar: observar a las personas, observar cómo escriben, con cada paso, sus propios días sobre aceras que son como un folio en blanco. Cada paso, una palabra. Cada tramo, una idea. El pensar se hace en movimiento; la escritura, esa que araña y duele, sólo acontece cuando lo monolítico desaparece. Cuando nos ponemos en movimiento. La escritura de nuestros días.
Esta calle tiene mucho de territorio indómito, de calle que se reinventa cada noche y que se resiste a ser otra. Es una calle de barrio que se gusta y quiere. Sucia hasta decir basta, pero, incluso así, se quiere. Era eso o entregarse de lleno – que algo hay- a la cultura Airbnb, una cultura que te engaña haciéndote creer que tu vida irá a mejor, que la calle se llenará de gente guapa haciendo lo que los guapos y guapas hacen – si alguien sabe qué demonios es eso-, haciéndote sentir mal, de paso, por ser un chico o chica de barrio, por tener una talla que es todo un desafío para los personal shopper y por desear que las cosas, por un día, sean algo más parecidas al siglo XX y no a este tiempo en el que la soledad nos come a mordiscos y nadie sabe muy bien dónde meterse.
Lo que nunca dice esa cultura indeseable, de dinero rápido y pobreza larga -sea de la naturaleza que sea-, es que, de un día para otro, el mitad doble de toda la vida en tu cafetería de toda la vida se disparará hasta los tres euros y medio. Eso justo antes de ir al súper a por el litro de aceite, mientras esperas para cruzar el paso de peatones y las notificaciones en tu dispositivo móvil caen como bombas racimo, pero sin trinchera ni zanja en la que guarecerse: el GIF del WhatsApp – «hoy puede ser un gran día»-; corazones verdes y corazones dorados y estrellas azules, en Tinder, que únicamente refuerzan lo que tú ya sabes, pero que no puedes decir en voz alta – él también está casado-; el DM de Twitter en el que, una vez más, te hablan sobre una novela autopublicada y que, antes de ser escrita, ya era una obra maestra, porque lo que tampoco se atreve a decir en voz alta el del DM es que la obra maestra, en realidad, es él. Por obra y gracia del narcisismo patológico de este tiempo. Y eso que todavía no hemos llegado al ecosistema de Instagram con mujeres que escriben y deciden enseñar sus tetas – pezones patrocinados por unicornios o estrellas sonrientes- para vender libros. Pero, sí, seguramente es una la que no sabe leer bien el signo de estos tiempos y el feminismo se me ha bajado a los talones. Supongo que en Facebook encontraremos todas las respuestas.
Intuyo que en toda ciudad – en la tuya, por ejemplo- hay una calle así. Una calle que se viste distinto con cada amanecer, con nuevas personas, aunque siempre sean las mismas y desconozcan que son otras cada día. Y no hablo de segundas oportunidades, esta expresión la hemos trasladado al territorio de lo maniqueo, explotada por corporaciones que nos quieren siempre dispuestas para la sonrisa forzada, la que hace chirriar dientes. Hubo un tiempo en el que podíamos disentir, ofrecer la posibilidad al otro de decirle que esto, o aquello, no nos gustaba, que las cosas no se estaban haciendo bien – porque también hubo un tiempo en el que hacer bien las cosas era importante frente al reel de Instagram-; no había que ser complaciente a tiempo completo y el reino de los tibios no estaba colapsado como ahora. Menudo galimatías. Culpemos al cortisol. Toda culpa es escurridiza y fácil de localizar. Sobre todo, en este tiempo tan proclive a exigir libertades de expresión y con tan poca fe en los derechos de pensamiento y opinión. Notificación mediante.